Opinión | La discreción es bella

Fe

La Virgen de la Esperanza, en su basílica.

La Virgen de la Esperanza, en su basílica. / L. O.

 Esta primavera se cumplen cinco años del maldito Coronavirus, que está asociado a multitud de recuerdos nefastos, pero, en mi caso, también va de la mano uno de las experiencias de Dios más hermosas de mi vida. En marzo de 2020, mi padre y mi madre ingresaron de urgencias en el Hospital Clínico infectados con el dichoso Covid. Aquella fue seguramente la peor noche de mi vida porque sentía que la vida de mis padres era como una moneda al aire que lanzan los árbitros de fútbol. Recuerdo con emoción encontrar mi Whatsapp inundado de imágenes de nuestros Cristos y Vírgenes que me enviaban mis amigos diciéndome que rezaban a sus titulares por la salud de mis papis. Fueron horas difíciles, llenas de incertidumbre y angustia.

Y recuerdo como si fuera ayer la primera llamada telefónica a mis padres. Fue unos cuantos días después del ingreso. Entonces, la situación estaba más o menos controlada. Más o menos. No se me olvidará jamás la respuesta de mi padre a la primera pregunta de “¿Cómo estás?”. Mi padre, con un hilillo endeble de voz que me provocó más inquietud que calma -jamás lo había escuchado tan frágil-, me respondió: “Bien, bien, estoy bien. Oye, hay que darle las gracias a tus amigos M. y C. que han estado todas las noches enviándome por mensaje directo de Twitter una foto con el cirio de la Esperanza, que encendían para pedir nos nosotros”. Esas fueron las primeras palabras que escuché por la boca de mi padre tras la hospitalización. Yo no sabía muy bien a qué fotos se refería porque recuerdo que esos días no conté nada a casi nadie y no estaba pendiente del móvil, pero no pude evitar emocionarme al conocer ese gesto tan hondo y tan sincero.

Unos meses más tarde, cuando ya mis padres habían recibido el alta y estaban ya más o menos fuera de peligro, mi amiga M. vino a verme a mi barrio para tomarse unas cervezas conmigo. Recuerdo que fue una de las primeras personas con las que quedé y cuando nos íbamos a despedir, sacó una bolsa, y me entregó un cirio muy desgastado de la Virgen y me dijo: “toma, este es la vela que encendíamos cuando pedíamos por tus padre. C. y yo queremos que la tengáis”. Emocionado, casi temblando, recuerdo que lo subí a casa como si custodiara el tesoro más valioso del mundo y se lo entregué a mi madre diciéndole que teníamos que comprar uno de esos jarrones de cristal con forma de tulipa para guardar la vela. En menos de 24 horas, mi madre apareció por casa con ese jarrón.

Meses más tarde, de camino al dentista en mi primera bajada al Centro, tuve que pasar por la Basílica. Era la primera vez que visitaba el templo después de aquella pesadilla y no se me olvidará jamás como, al cruzar el puente de la Esperanza, a eso de las 5 de la tarde, los rayos de sol se reflejaron en los azulejos del suelo y me deslumbraron con su luz, señal que, por supuesto interpreté –acertadamente- como un “tranquilo, todo va a salir bien”. Y así fue. La luz venció a la oscuridad.

Hay cofrades que saben ser la advocación de los titulares a los que veneran

Hay cofrades que saben ser la advocación de los titulares a los que veneran. Y en eso, mis amigos los archicofrades de la Esperanza, son especialistas, porque nadie mejor que ellos saben ser Esperanza, convertirse en Esperanza y regalar Esperanza a los que lo necesitan. Lo hicieron conmigo hace cinco años y me consta que lo siguen haciendo con tantas y tantas personas que necesitan el amparo de la Virgen. Afortunadamente, la moneda no salió ni cara ni cruz, salió ancla. Y estamos aquí para contarlo. Y, si Dios quiere, estaremos en Roma para celebrarlo.

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