Opinión | El ruido y la furia

Mirar al mar

La gente del rebalaje siempre estamos hablando de vientos y de mareas

Mirar al mar, siquiera sea durante un instante

Mirar al mar, siquiera sea durante un instante / l.o.

Se atraganta la realidad a veces, se hace difícil y pesada y tiene uno que ir entonces a la ventana a mirar al mar, que siempre está cerca, para ponerlo todo en su sitio, para que el orden regrese.

“No hay nada en este mundo que no pueda aprenderse mirando al mar y leyendo a Jorge Manrique”, me dijo una vez mi recordado maestro Manolo Alcántara. Como siempre le he hecho mucho caso, sigo mirando al mar todos los días, afortunado de tener una ventana que da a sus azules continuamente cambiantes. Ahora mismo, en este momento en que proso estas líneas, está el poniente desordenándole la piel, pintándole alborotadas espumas. El poniente, lo he dicho muchas veces, es un viento bravucón que trae en sus manos azules los días secos y soleados, pletóricos de luz. Es el que viste el mar de índigo y parece que aleja el horizonte, de nítido que vuelve el aire.

La gente del rebalaje siempre estamos hablando de vientos y de mareas. A aquel genio que se inventó la radio y la televisión en España, Joaquín Soler Serrano, le gustaba es palabra, “rebalaje”. Me la escuchó decir un día y me pidió una definición. Yo, que no tenía el diccionario a mano y por entonces aún no llevábamos el universo en un teléfono de bolsillo, le dije: “el rebalaje es donde el mar resbala y se vuelve a caer sobre sí mismo”.

Todas estas cosas se me ocurren en un vano intento de mirar hacia otra parte al menos por un rato. De vez en cuando uno necesita creer que el mundo es un lugar navegable y que no se encamina absurdamente hacia su propia destrucción. Esa es la razón por la que escribo, porque siempre he creído, he querido creer, que la belleza puede salvarnos, que la palabra es el camino, el único camino frente al abismo.

Es necesario mirar por la ventana, mirar al mar, al menos por un rato, acompasar la respiración al oleaje y olvidarse por un rato de los aranceles, de la guerra comercial, de la corrupción y la muerte, que todo lo ronda. Mirar al mar y sentirse en calma por un momento, acallar el fragor, la ira que se extiende por todas partes, esa plaga de odio que va inundando la tierra como una enfermedad incurable.

Mirar al mar, siquiera sea durante un instante. Hacer como que la vida se ha parado, que estamos a salvo, que volvemos a tener ocho años y toda la tarde por delante, bajo el sol, junto al agua, y con la única tarea de meter el mar en un hoyo excavado en la orilla.

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