Opinión | Mirando al abismo

maría gaitán

A un paso de volver a perder

Cuando el tiempo aleja a las generaciones de los eventos traumáticos, el riesgo de banalizar el mal aumenta

Prisioneros de Auschwitz, el día después de la liberación del campo.

Prisioneros de Auschwitz, el día después de la liberación del campo. / Archivo

La historia no es solo un relato del pasado; es un espejo que refleja nuestros errores y aciertos, una brújula que nos guía para no repetir los horrores que ya vivimos. En un mundo cada vez más acelerado, donde las noticias se consumen y desechan con rapidez, recordar de dónde venimos se convierte en un acto de responsabilidad colectiva. La Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y los crímenes contra la humanidad cometidos en el siglo XX no son meros capítulos de un libro de historia, sino advertencias que exigen vigilia permanente. Olvidarlos sería la primera puerta hacia su repetición.

Cuando el tiempo aleja a las generaciones de los eventos traumáticos, el riesgo de banalizar el mal aumenta. Ya lo advirtió el filósofo George Santayana: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». El nazismo no surgió de la noche a la mañana; se alimentó del resentimiento, la propaganda y la indiferencia de una sociedad que normalizó el discurso de odio. Hoy, cuando resurgen movimientos xenófobos y líderes que glorifican la violencia, la memoria histórica se vuelve un escudo. Recordar es resistir.

Pero la memoria no puede limitarse a rituales vacíos. No basta con conmemorar fechas o visitar monumentos si no internalizamos las lecciones que dejan. El antisemitismo, el racismo y la intolerancia aún persisten, aunque adopten formas nuevas. Las redes sociales, por ejemplo, han multiplicado discursos que deshumanizan al «diferente», igual que hicieron los regímenes totalitarios. Frente a esto, la educación es clave: enseñar a los jóvenes no solo los hechos, sino los mecanismos que llevaron al abismo. Como escribió Primo Levi, superviviente de Auschwitz, «sucedió, por lo tanto, puede volver a suceder».

También hay una responsabilidad individual. Muchos de quienes permitieron el ascenso del fascismo no eran ideólogos, sino personas comunes que miraron hacia otro lado. La complicidad silenciosa es tan peligrosa como la acción directa. Por eso, recordar implica actuar: denunciar la injusticia, cuestionar los discursos de odio y defender la dignidad humana, incluso cuando hacerlo sea incómodo.

En un presente donde algunos niegan los crímenes históricos o los relativizan, recordar se vuelve un acto revolucionario. Las fake news y el revisionismo manipulan la memoria, pero la verdad, por dolorosa que sea, es irrenunciable. Como sociedad, debemos exigir políticas públicas que protejan los archivos históricos, apoyar a los museos de la memoria y garantizar que las nuevas generaciones accedan a fuentes rigurosas.

Al final, recordar es un ejercicio de humildad. Nos recuerda que la civilización es frágil y que el bien no está garantizado. Pero también nos da fuerza: si la humanidad fue capaz de lo peor, también lo es de lo mejor. La memoria, entonces, no es solo una advertencia; es semilla de un mundo más justo. Como dijo el poeta Joan Manuel Serrat: «Quien no sabe de dónde viene, no sabe dónde está, y mucho menos adónde va». Nuestro deber es no dejar que el olvido borre el camino.

La humanidad lleva siglos luchando por construir sociedades más justas, pero el progreso no es lineal. Sin memoria, perdemos el rumbo. Honrar a las víctimas de las guerras y las dictaduras no es solo un homenaje al pasado, sino una promesa al futuro: «nunca más» no es una consigna, es un compromiso.

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