Opinión
Justo Pérez
Vargas Llosa: un escritor descomunal

El escritor hispanoperuano Mario Vargas Llosa / La Opinión
Son días abriles para vargasllosear. Nuestra educación sentimental, la literaria, va unida a su figura, a su obra completa, al escritor y al personaje público, al titán de la literatura y al seductor. Lo empezamos a leer cuando no estaba de excesiva moda, en la bisagra de los 80/90, a la sombra siempre larga del otro gigante, García Márquez, en ediciones de bolsillo de 800 pesetas, ni los 5 euros, que sacaba Seix Barral y que comprábamos tras largos manoseos de lomos y portadas en esa librería mítica fuengiroleña que Romero Esteo veneraba y a la que acudía turista y disfrutón, Mónika München.
Vinieron unas tras otra las novelas, las difíciles, las complicadas y las imposibles (La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La casa verde), las humorísticas, las intrascendentes y las malas (Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La muerte de Palomino Molero), las redondas, las sorprendentes y las políticas (La guerra del fin del mundo, Los cachorros, Historia de Mayta), los ensayos, la autobiografía y el teatro, breve y bueno (La orgía perpetua, Como pez en el agua, Kathie y el hipopótamo). Acabó el siglo o empezó el milenio con un clásico, La fiesta del chivo.
Seducidos por una de sus grandes investigadoras, Guadalupe Fernández Ariza, quisimos y no pudimos hacer una tesis doctoral sobre su obra: cualquier tema sugerido nos habría parecido soberbio. La vida se complicó, el curso de doctorado se suspendió pero nunca abandonamos la idea, la cruzada, de dedicarle un estudio denso de amor como hiciera él con Márquez, Flaubert, Hugo o las novelas de caballería a la sombra o tutela de Riquer.
Sin ampulosidad sabía de todo. A los ignorantes, callaba. A los soberbios, disminuía. Su palabra era sabia, comedida, firme. Nunca lo oímos insultar; apelaba a la palabra, le fascinaba el conocimiento. No conocía la envidia. ¡Quién lo hubiese disfrutado de profesor de lo que fuera! Una vez lo vimos y lo saludamos, hasta guardamos cola, en Marbella, en una conferencia, y nos firmó el libro profundo sobre Arguedas.
—¿Le interesa el indigenismo? —educadísimo y requeteperuano.
—Me interesa todo lo que usted escribe —y nos miró detectando al instante esa rara enfermedad que jamás podremos abandonar, la Literatura.
Defectos
Como tenemos en mente una reforma, sus libros aguardan embalados las nuevas estanterías. Son muchos, quizás todos. Cada equis hacemos limpieza, un escrutinio quijotesco, salvaje, despiadado y jamás hemos osado despreciar siquiera el más mediocre de los suyos. Pocos defectos tuvo Llosa como escritor, los mínimos, los más perdonables. Frente a Márquez, que cuadraba los títulos preñándolos de lirismo, el peruano no siempre acertaba con los suyos, pero es tal el magnetismo que ejercen sus historias que hasta surge la sospecha de que lo hiciera adrede, que fuera ése el primer obstáculo puesto en el camino. Sus mejores títulos, la esencia de la Literatura, entrañan grados de complejidad, por eso su fascinación absoluta por Faulkner.
Málaga ha cambiado. Inevitable. Lima, seguro, también. En tardes de dinero acudíamos a las entonces numerosas librerías de segunda mano que pululaban por el centro al arrimo de las teterías. Buscábamos digitales el ejemplar raro, la edición remota, el título descatalogado, la legendaria poesía. Era una hermosa obsesión. Ha muerto Vargas Llosa, pero todos sabemos que es una verdad que es mentira.
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