Opinión | Tribuna
Jorge Úbeda
Ni pontífice, ni vicario de Cristo: ha muerto el obispo de Roma
El papado de Francisco profundiza en el camino ecuménico que la Iglesia Católica empezó a recorrer, quizá un poco tarde, desde el Vaticano II

Fotografía de archivo del pasado 20 de noviembre de 2024 que muestra al papa Francisco durante una audiencia general en la Plaza de San Pedro en el Vaticano.
Ha muerto Jorge Bergoglio, mundialmente conocido como el papa Francisco, que quiso ser reconocido casi exclusivamente como el obispo de Roma. Los nombres y los títulos siempre importan mucho y todavía más en una institución tan cargada de símbolos como la Iglesia Católica de Roma. Para un cristiano, como yo, nacido en el catolicismo pero que quedó huérfano de iglesia en los últimos veinticinco años de su vida, los gestos de Francisco con los nombres y los títulos han sido esperanzadores.
Francisco ha sido claro con su nombre: el pobre de Asís recibió la llamada de la reforma de la Iglesia desde una vida de pobreza y dedicada a los pobres. Pobre como el de Asís, Francisco ha sido austero con los títulos con los que quería ser reconocido y entre todos los que podía asumir se quedó con el de obispo de Roma, que lo acredita como el sucesor de Pedro y, en el último año, además, con el de Patriarca de Occidente, un título que se remonta a los primeros siglos de la Iglesia, en el que se reconocía una cierta igualdad entre los patriarcas de Jerusalén, Alejandría, Constantinopla, por citar las más importantes. Los títulos de sumo pontífice, que tanto gusta en los medios de comunicación, o el de vicario de Cristo, tan presente para referirse al papa en los documentos fundacionales de la Compañía de Jesús a la que pertenecía Bergoglio, quedaron relegados a la categoría de «títulos históricos». No es pequeña la trascendencia de estos gestos de Francisco con los nombres y los títulos.
Que se deje de nombrar al Papa como pontífice -¡deberían hacerlo los medios de comunicación!- o como vicario de Cristo es una manera de difuminar el aura sagrada del Papa, que se presenta como un mediador entre los hombres y Dios haciendo de puente, como lo hacía el divino emperador romano, o como el representante de Cristo en la tierra acumulando sobre su persona poderes religiosos especiales, por el mero hecho de ser el sucesor de Pedro en la sede de Roma. Esta desacralización del Papa ha introducido al catolicismo en una mayoría de edad que estaba necesitando para superar muchas actitudes infantiles de concentración de la fe cristiana en la única figura del Papa. Los cristianos solo dan gloria a Dios en la persona de su Hijo, Cristo con la gracia del Espíritu Santo, por lo que es un síntoma de madurez religiosa superar las glorificaciones del papado. Además, que el Papa sea, sobre todo, el obispo de Roma y que por ello sea reconocido como el sucesor de Pedro, un primus inter pares, significa que la Iglesia Católica es una institución jerárquica, desde luego, pero también Pueblo de Dios en la que todos caminan juntos cooperando desde la diversidad en ese camino. La sinodalidad que ha buscado Francisco estos doce años, con éxito desigual, no deja de ser, a pesar de la palabra extravagante, una consecuencia muy real de esta desacralización del papado. Si a esto le añadimos la recuperación en 2024 del título de Patriarca de Occidente, no exenta de polémicas con el papado de Ratzinger, no hacemos más que reforzar el argumento: el obispo de Roma, como Patriarca de Occidente, trata a las Iglesias orientales, que no reconocen su primacía, como iglesias hermanas en pie de igualdad.
¿Qué consecuencias trae todo esto? Al menos dos de enorme calado: el papado de Francisco profundiza en el camino ecuménico que la Iglesia Católica empezó a recorrer, quizá un poco tarde, desde el Vaticano II y que los distintos papas desde entonces han hecho avanzar. Los gestos de Francisco respecto de los nombres, los títulos, los usos y las liturgias alrededor de la figura del Papa, suponen un avance cualitativo en la apertura del catolicismo a un ecumenismo que se convierte así en el alma de la vida espiritual y eclesial de cualquier cristiano. No se trata ya de afirmar lo que somos frente a los otros, sino de buscar la comunión en la diferencia. Y, en segundo lugar, esta desacralización del papado, aligerando, si no eliminando, todos los elementos de teología política que lo adornaban, abre un espacio para un diálogo interreligioso en el que el catolicismo no se presente, frente a otras religiones, como la Verdad que ha de ser reconocida por todos. A muchos cristianos, católicos o de otras denominaciones, nos gustaría que después de la muerte de Francisco, la Iglesia Católica siguiera este camino.
Queda, no obstante, un asunto crucial en esta desacralización del papado que Francisco no se atrevió a tocar en estos doce años: aquella que dice que el colegio apostólico solo puede estar formado por varones.
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