Opinión | El ruido y la furia
Hablar de los muertos
La muerte no nos hace buenos, pero sí indefensos, por eso es una villanía hablar mal del difunto, porque no puede defenderse

Cementerio Inglés de Málaga / Alfonso Vázquez
Nadie es nunca tan bueno como en los instantes posteriores a su muerte. Nadie es mejor escritor, más santo varón ni persona más buena que en los días posteriores a su partida de este mundo. En, y solo en la muerte, alcanzamos la plenitud y la gloria. Únicamente cuando te vas, solo en ese momento en que ya no puedes oírlo, agradecerlo y sentirte satisfecho con el legado que dejas, todo se vuelven alabanzas, ditirambos y encomios.
Hay una vieja tradición, al parecer romana, de no hablar mal de los muertos. Algunas tradiciones jamás deben perderse. La muerte no nos hace buenos, pero sí indefensos, por eso es una villanía hablar mal del difunto, porque no puede defenderse, y es una inmensa cobardía atacar a quien no está en condiciones de responder aunque estemos seguros de que ya no le importa. Siempre es preferible callar si no se puede decir algo bueno, y jamás eso debe ser tenido por hipocresía, sino por mínima decencia, por un rasgo de humanidad.
Cada día mueren en el mundo aproximadamente 155.000 personas “según las últimas estadísticas”, que diría Dámaso Alonso. Morir es fácil. Lo verdaderamente difícil es vivir y permanecer vivo, que son dos cosas muy distintas. Morir es una de las pocas unanimidades que alcanzamos los seres humanos. En casi todo lo demás vamos disparejos, pero la muerte es algo que, teóricamente, nos iguala, un rasero que nos pone a todos a la misma altura. Todos somos extraordinarios una vez muertos.
Hace un buen montón de años, cuando todavía era un periodista joven y un escritor novato que se documentaba para su primera novela, frecuenté mucho a un rabí judío, un hombre sabio y paciente que me citaba los domingos por la mañana en la sinagoga y me enseñó muchas cosas. Un día, hablando de la vida y de la muerte, me explicó que los hombres somos como los dedos de las manos, que los hay más altos, más pequeñitos, más delgados y más gordos, pero que cuando llega la muerte y con el rigor mortis la mano se contrae, todos los dedos quedan a la misma altura, todos igualados.
Pero la vida sigue, y los vivos vemos las cosas de otra manera, seguramente porque las miramos solo desde este lado del espejo. Aquel genio que respondía al nombre de Juan Carlos Aragón, y que se nos fue tan pronto dejándonos un vacío que nadie ha sabido ni podido llenar, en el momento en que se encontraba en el umbral dijo, con su habitual claridad: “ahora seré una leyenda”. Sabía que lo mismos que lo habían denostado en vida lo convertirían, tras su muerte, en un mito, justo en ese momento, y ni un segundo antes, en que ya no estorbaría a nadie.
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