Opinión | Mirando al abismo
No quiero ser mayor
Un niño no se preocupa por el futuro. Vive en el presente, disfrutando cada momento sin analizar consecuencias. La imaginación convierte lo ordinario en extraordinario, y no hay lugar para el aburrimiento

Una niña, con una muñeca en una tienda de juguetes / MARISCAL (EFE)
Cuando somos niños, el mundo parece un lugar sencillo. Los problemas se resuelven con una siesta, un abrazo o un helado. La felicidad está en las pequeñas cosas: un charco para saltar, un dibujo animado, un cuento antes de dormir. No hay facturas que pagar, ni jefes que complacer, ni expectativas sociales que cumplir. Sin embargo, crecemos con la ilusión equivocada de que ser adulto es mejor, sin darnos cuenta de que, en el camino, perdemos algo invaluable: la libertad de ser felices sin condiciones.
Un niño no se preocupa por el futuro. Vive en el presente, disfrutando cada momento sin analizar consecuencias. Un día de lluvia no es un inconveniente, sino una oportunidad para jugar. Una caja de cartón no es basura, sino una nave espacial. La imaginación convierte lo ordinario en extraordinario, y no hay lugar para el aburrimiento.
Los adultos, en cambio, nos ahogamos en responsabilidades.Creemos que la madurez significa cargar con el peso del mundo, como si preocuparnos constantemente nos hiciera más serios o más respetables. Pero ¿qué ganamos con eso? Estrés, ansiedad y la nostalgia de esos días en los que la risa era más frecuente que el cansancio.
De pequeños, muchos anhelamos la independencia de los adultos: poder decidir qué comer, a qué hora dormir o gastar el dinero como queramos. Pero no entendíamos que, con esa libertad, llegarían las obligaciones. Soñábamos con tener un trabajo, sin saber que eso implicaría madrugar todos los días durante décadas. Fantaseábamos con vivir solos, ignorando la soledad y las facturas que llegarían después.
La sociedad nos enseña que crecer es un logro, pero nadie nos advierte que también es una pérdida. Perdemos la capacidad de asombrarnos, de reír sin filtros, de llorar sin vergüenza. Los adultos debemos ser «racionales», «productivos», «exitosos». Y en ese proceso, olvidamos cómo vivir.
Con los años, nos imponen expectativas: estudiar, trabajar, comprar una casa, formar una familia. Seguimos un guión que no escribimos, como si la vida fuera una carrera y no un viaje. Los niños, en cambio, no se preocupan por el qué dirán. Juegan, exploran, se caen y se levantan sin miedo al fracaso.
Pero al crecer, el miedo se instala en nosotros. Tememos equivocarnos, quedar mal, no cumplir con los estándares. Nos volvemos críticos, desconfiados y, a veces, cínicos. La espontaneidad de la infancia se reemplaza por el cálculo frío de las decisiones adultas.
Tal vez no podamos volver a ser niños, pero sí podemos rescatar algo de esa esencia. Dejar de lado, aunque sea por un rato, las preocupaciones absurdas. Permitirnos reír a carcajadas, bailar como si nadie nos viera, disfrutar de un helado sin pensar en las calorías. Recordar que la vida no es solo producir, sino también vivir.
Los niños nos enseñan que la felicidad no está en lo que tenemos, sino en cómo vemos el mundo. Quizá, en lugar de apresurarnos a crecer, deberíamos haber disfrutado más el viaje. Porque la adultez no es tan gloriosa como nos la pintaban.
No corras por crecer. Algún día extrañarás los días en los que tu mayor preocupación era elegir entre si pintar tu dibujo con lápices de colores o con témperas.
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