Opinión | Las cuentas de la vida

Montaigne en el Pretorio

La modernidad –nos dirá el ensayista francés Pierre Manent– se inicia con la retirada del pensamiento ante la imposibilidad de decir algo definitivo sobre el bien

Imagen de Jesús Nazareno del Perdón de la cofradía de la Nueva Esperanza este pasado Martes Santo.

Imagen de Jesús Nazareno del Perdón de la cofradía de la Nueva Esperanza este pasado Martes Santo. / Gregorio Marrero

«¿Qué es la verdad?», le pregunta Pilato a Jesús en el Pretorio. Son las palabras de un escéptico que reciben como respuesta el silencio. No era, en realidad, una pregunta honesta. El pretor romano la lanzó al aire con la seguridad de quien ha renunciado a encontrar respuesta. Podría ser una escena contemporánea: Pilato encarna un gobierno que no cree en nada más que en su propia pervivencia y que, por eso mismo, no puede reconocer la presencia de la Verdad. Ni siquiera en el rostro ensangrentado de una víctima inocente.

La modernidad –nos dirá el ensayista francés Pierre Manent– se inicia con la retirada del pensamiento ante la imposibilidad de decir algo definitivo sobre el bien. Michel de Montaigne, uno de sus grandes padres, fue el maestro discreto de esta operación. Su inteligente escepticismo procedía con suavidad y respeto. En sus ensayos no hay rastro de la arrogante agresividad de los haters ni impulso revolucionario alguno. Es un alma introvertida que se retira a un torreón de su castillo a fin de poder conversar con los mejores hombres de la Antigüedad. Para cualquier lector atento, sus Ensayos constituyen una de las cimas de la historia literaria. Su lectura fascinó tanto a Shakespeare como a Josep Pla; y nos sigue fascinando a cualquiera de nosotros. Ha marcado un antes y un después. Porque Montaigne dio inicio a la modernidad introduciendo la duda en el corazón de la historia. Al desactivar el impulso humano hacia la verdad última, se sustituyó el dogma por la sinceridad y la razón por la opinión informada.

El resultado es que, cinco siglos después, seguimos viviendo en el mundo que Montaigne ayudó a fundar. Un mundo donde Pilato podría gobernar con éxito, porque su pregunta acerca de la verdad ya no se plantea con la sed del filósofo, sino con ironía. Hemos heredado el escepticismo como estilo de vida y no me parece mal que sea así, como tampoco me parece mal –al contrario, lo prefiero– que el pluralismo haya reemplazado a la voluntad totalitaria. Pero el problema no es que dudemos de todo, sino que ya no esperamos que nada merezca ser creído.

En su gran libro sobre Montaigne, Manent nos enseña a mirar al filósofo de Burdeos como un precursor del vacío existencial. Un vacío que hoy llenamos con el sucedáneo de la retórica emocional y la batalla de relatos. En ese desierto, la figura dubitativa de Pilato se ha engrandecido hasta convertirse en nuestro modelo. Nos reconocemos en su figura distante, cansada, irónica, a veces cínica. Y ante las dificultades de la vida que exigen una dosis de coraje por nuestra parte, ¡qué fácil resulta lavarse las manos! ¿Cómo sacrificarnos por una verdad que no existe?

Frente a ello, la liturgia de la Semana Santa nos invita a volver –aunque sea una vez al año– a la escena del Pretorio y a dejar que su historia nos sacuda interiormente. La pregunta por la verdad puede parecer retórica en boca del gobernador romano, pero no lo es realmente. Porque si no hay verdad, tampoco hay libertad, ni valor, ni virtud, ni solidaridad. Porque la conciencia de los hombres necesita dotarse de un sentido que nos lance hacia el futuro. Y porque lo contrario ya lo conocemos: se llama desencanto y derrota.

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