Opinión | Tribuna
Josep Maria Fonalleras
Ensayo de apocalipsis
Si fuera un día triste, de esos que invitan a recogerse, lluvioso y gris, entonces el escenario sería definitivamente apocalíptico

Un hombre con velas durante el apagón. / Europa Press
Una mancha de aceite que se va extendiendo sin tener a mano un papel secante, un trapo de la cocina. Sin que ni siquiera tengas la capacidad de pensar en el papel o el trapo. Sin saber de qué manera podrías evitar que el aceite derramado llegue a apoderarse de toda la encimera. Incapaz de hacer nada, de reaccionar. Solo observar como el aceite avanza. Primero piensas que han saltado los plomos porque no hay conexión a internet. Lo compruebas. Viendo que no, te imaginas que es un problema de la comunidad. Sales a la calle y te das cuenta que es general. Del barrio, piensas. Ha caído una torre eléctrica, aunque la verdad es que no sabes si hay torres eléctricas o transformadores cerca y tampoco no sabes cómo funcionan o cómo caen. La primera noticia del ensayo de un drama contemporáneo te la da una vecina que no puede subir a su piso porque va cargada y es mayor. Te comenta que no es la ciudad, ni tan solo Catalunya, sino que el apagón es general en la península. «Estoy muy asustada», dice. Más tarde, aquella mancha de aceite que empezaba como un pequeño susto doméstico (¿quién se acuerda ahora de los plomos?) se convierte cada vez más en una delirante historia europea. «Es toda Europa», dicen algunos. No lo puedes saber a ciencia cierta porque las noticias te llegan como a pellizcos, pero ya eres capaz de empezar a imaginar un colapso.
Una chica ha de coger el tren para ir al aeropuerto y volver a casa, pero ya te avisan que los trenes no van y no se sabe si los aviones despegan. Las calles son un escenario que no es dantesco porque resulta que el día es espléndidamente primaveral, con sol y ganas de terraza. Si fuera un día triste, de esos que invitan a recogerse, lluvioso y gris, entonces el escenario sería definitivamente apocalíptico. Pasan las horas y percibes en el ambiente una sensación de final, de abatimiento, de desconcierto. Las tiendas cierran y los chinos de un establecimiento de todo a cien agotan pilas y radios que van con pilas. Alguien recuerda lo de aquel kit de supervivencia, pero ya es demasiado tarde. Los supermercados han cerrado. En una tienda de la esquina aun encuentras papel higiénico y comida enlatada. Al mismo tiempo, justamente en una terraza, unos ejecutivos beben cervezas «antes que se calienten», como si el mundo no se hundiera. No se hunde, de hecho (todavía no), pero el apagón altera vidas y ánimos, sin ser capaces de entender la magnitud de la tragedia. La chica que tenía que viajar desiste de hacerlo porque se imagina el caos de las estaciones y los aeropuertos. De hecho, puede comprobarlo de primera mano cuando contempla a una muchedumbre que intenta subir a unos autobuses que nadie sabe a dónde van. De vez en cuando, una noticia recortada, como un relámpago, el mensaje en una botella. Nada. «Es de ellos», dicen, y nadie no sabe quiénes son esos «ellos». De golpe, compruebas que se acaba la batería del móvil y que no tienes a mano una fuente para revivirlo. Ahora ya está. Estás solo. No sabes qué es de los tuyos. No sabes nada. Frágil e indefenso, la oscuridad, sin piedad, se acerca.
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