Opinión | El ruido y la furia
Sobre la luz
Ahora me preocupa mucho que la luz se vaya otra vez y ya no vuelva y solo nos queden las tinieblas y su vocación de eternidad

El apagón devuelve las estrellas al cielo. / l.o.
La luz lo engendra todo: la playa, el insecto, la nube que pasa, el restante atavío del universo. Quizás lo hemos sabido ahora, con su falta, porque es sabido que solo apreciamos lo perdido («se canta lo que se pierde», dice Antonio Machado). La luz es de estirpe divina porque puede expandirse infinitamente. Con la llama de una vela se pueden prender innumerables velas sin que la primera sufra merma alguna.
Si alguien, alguna vez, en un arrebato de aburrimiento, tiene la ocurrencia de mirar de qué cosa he escrito con más frecuencia, encontrará, sin duda, que del tiempo y de la luz, que acaso sean del mismo linaje.
Mi primer recuerdo es un rayo de sol colándose entre las ramas de una acacia y mi mano de niño, de muy niño, intentando tocar las flores amarillas. Pero lo que yo quería era tocar la luz. Siempre he creído eso, me gusta recrearme en esa idea. Al fin y al cabo, la memoria es un ‘constructo’, algo que inventamos, y yo he inventado que ya de niño yo quería tocar la luz.
Luego he basado toda mi vida en eso, en el deseo primero que puedo recordar, el de tocar la luz, atraparla con las manos. He escrito millones de palabras desde entonces, siempre con la misma intención, con la misma idea fija, tocar la luz. Y me he dejado llevar alguna vez por la fantasía, seguramente absurda, de que de vez en cuando, en un verso, he rozado la luz que late en el poema y sobre la que se alza esa intimidad, esa transparencia, ese animal azul al que se acerca a veces la palabra y no lo roza.
Y ahora me preocupa mucho que uno de estos mediodías la luz se vaya otra vez y ya no vuelva y solo nos queden las tinieblas y su vocación de eternidad.
Desde la mañana aquella de la flor y de la acacia la luz sabe de mí. Por entonces, en los días azules, con frecuencia me sentaba a escuchar la claridad de la tarde, todavía sin saber que todas las horas lindan con la sombra. De aquel tiempo casi todo lo he perdido. Pero vuelvo a veces la cabeza, esperanzado, por si mi niñez sigue cantando en aquel verano en que había en mi casa, lo recuerdo nítidamente, una luz que se demoraba en las baldosas y se reía en los cristales, una luz como si el mar estuviera cerca.
Y el lunes pasado, cuando la luz se detuvo, comprendí que ya no está allí mi casa, ni la voz del agua, aquella claridad de uvas desgranadas. Y recordé de nuevo a Claudio Rodríguez: «Si tú la luz te la has llevado toda, ¿cómo voy a esperar nada del alba?».
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