Opinión | Lavidamoderna merma
Los coches de caballas
Vivimos en una sociedad en la que puedes alquilar un vientre para tener un hijo, pero no puedes alquilar una calesa para ver La Farola

Foto histórica de coches de caballos en Málaga. / Lavidamoderna merma
Málaga ha decidido suprimir los coches de caballos. Sin debate ciudadano. Sin apenas ruido. Hace pocos días, mientras la ciudad estaba aún volcada en los ecos de otra tradición, el Ayuntamiento aprobó la medida definitiva que marca el fin de los paseos en calesa por nuestras calles. Con un expediente pulcro, una argumentación teñida de buenas intenciones y una voluntad política transversal, la capital ha dicho adiós a una estampa que fue símbolo durante generaciones.
Como ocurre con muchos cambios que afectan a lo identitario, la medida se ha ejecutado sin una defensa pública, sin que el ciudadano medio pueda oponer nada más que un lamento resignado. Y sin embargo, es una decisión que debería preocuparnos más de lo que parece, no solo por el fondo de la cuestión, sino por la forma en la que se ha producido: sin ruido y sin coste político. Como si la desaparición de lo que somos ya no tuviera ni quien la llore.
El argumento central esgrimido por el Consistorio es el bienestar animal. Se asegura que las calesas son una forma de maltrato a los caballos, que la exposición al calor y el asfalto es intolerable y que en una ciudad moderna, turística y europea no cabe ya esta imagen. Todo eso, claro, suena estupendo. Y sería aún mejor si no fuera profundamente incoherente.
Resulta llamativo que en la misma ciudad donde se condena la tracción animal en aras del progreso, cada vez proliferen más los llamados carros a pedales, unas estructuras que recuerdan a los antiguos ciclotaxis asiáticos, pero con estética de ocio occidental. En ellos, un señor —probablemente con contrato precario, pagado por trayecto y con cobertura laboral curiosa— pedalea cuesta arriba para arrastrar a dos turistas en pantalón corto que beben cerveza y graban vídeos en vertical. Nadie ha reparado en que eso sí es explotación. O en que la lógica del bienestar debería aplicarse también a los humanos, aunque no siempre sea tan fotogénica.
Tampoco se ha tenido en cuenta el testimonio de los propios cocheros. Familias enteras que llevan generaciones dedicándose a este oficio con orgullo y profesionalidad. Hombres y mujeres que conocen a sus caballos, los cuidan, los alimentan, los protegen del sol y los tratan con respeto porque de la salud de las bestias depende el sustento de su casa. Pero sus voces no interesan. No encajan en el relato moderno de la ciudad cool y respetuosa que algunos aspiran a preñar desde los despachos.
Más allá del debate sobre el trato a los animales —perfectamente legítimo si se hace desde el rigor y no desde el eslogan—, lo que realmente revela esta decisión es el proceso silencioso de desnaturalización que sufren nuestras ciudades. Todo lo singular, todo lo autóctono, todo lo que no encaja en el molde de ciudad genérica, molesta. Sobra. -Salvo ir al callejón de la plaza de toros a ver morir a animales que eso ya tal-. Estorba al plan maestro del urbanismo sostenible y la movilidad blanda. Las calesas son, simplemente, demasiado propias. Y eso, hoy, se paga caro.
No se trata solo de un vehículo. Se trata de una imagen. De una forma de mirar la ciudad. De una tradición con valor patrimonial y afectivo. La de la calesa era una estampa habitual en el Centro de Málaga. Era parte de ese paisaje cotidiano que el turista reconocía y que el malagueño asumía como propio y usaba de higos a brevas para pasear a los niños, a la abuela o para llevar a la novia a la boda. Pero claro, ya ni hay niños, las abuelas están guardadas y la gente no se casa. Y no hay que ser especialmente conservador para entender que la ciudad también se compone de símbolos. Y que cuando se eliminan sin cuidado, Málaga pierde algo que no se puede recuperar con placas solares o carriles bici.
La paradoja es que muchos de los que defienden estas decisiones se arrogan la superioridad moral del progreso. Pero lo que estamos haciendo no es progresar: es homogeneizarnos. Es convertir todas las ciudades en espacios clónicos donde solo cambian los nombres de las calles, pero no las formas de vivirlas. Málaga, Sevilla, Lisboa, Florencia… Todas con los mismos monopatines eléctricos, los mismos autobuses híbridos, las mismas terrazas sin alma. Y mientras tanto, desaparecen las cosas que las hacían únicas. Se vaya a ofender fulanito.
Puede que haya quien considere que tener coches de caballos en 2025 es un atraso. Yo pienso que el verdadero atraso es esta fiebre por borrar el pasado, esta obsesión por disimular lo que fuimos en nombre de una modernidad abstracta y vacía. Si eliminamos todo lo que nos distingue, todo lo que nos conecta con nuestra historia, ¿qué nos queda? ¿Un decorado urbano lleno de normas, donde todo es eficiente pero nada emociona? La vida es vida porque hay muerte. Y los animales son animales. Y hay que tratarlos bien. Pero como animales.
En este contexto, prohibir las calesas no es solo una medida cuestionable; es un síntoma. Es la señal de que vivimos en una sociedad donde puedes alquilar un vientre para tener un hijo, pero no puedes alquilar una calesa para ver La Farola. Donde puedes cargarte una vida humana en el vientre materno, pero no puedes permitir que un caballo recorra con dignidad las calles de la ciudad. Donde se promueve una sensibilidad estética que oculta lo que incomoda, como pixelar un cigarro en televisión, mientras se toleran otras formas de violencia mucho más preocupantes.
La ciudad, como el alma, necesita equilibrio. No puede ser que todo lo que heredamos esté condenado a extinguirse por decreto. Si el problema es la regulación, mejórese. Si hay casos de maltrato, sanciónese. Si la actividad turística necesita actualizarse, hágase con inteligencia. Pero prohibir no puede ser la primera opción. Porque cuando todo se prohíbe, al final no queda nada.
Hoy desaparecen los coches de caballo -o caballas para no ofender a nadie-. Mañana, quién sabe. Quizá las bandas de música en Semana Santa por contaminación acústica. O las romerías por no cumplir los criterios medioambientales. O los espetos por emisiones de CO₂. Y así, uno por uno, nos iremos despojando de todo lo que nos identifica, hasta que Málaga sea simplemente otra marca más en el mapa, con su app de movilidad, su centro peatonalizado y su vacío existencial.
El problema no son los caballos. El problema somos nosotros.
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