Opinión | Mirando al abismo

Hacerse mayor es una estafa

La independencia económica, otro gran mito, resulta ser una trampa. Ganar dinero no se traduce en gastarlo en caprichos, sino en destinar la mayor parte a obligaciones

Todos, en algún momento de nuestra infancia, anhelamos ser adultos. Soñábamos con la libertad de tomar nuestras propias decisiones, con el dinero que ganaríamos trabajando, con la independencia de vivir sin reglas. La adultez se presentaba como un destino glorioso: el momento en el que, por fin, tendríamos el control de nuestras vidas. Pero entonces crecemos, y descubrimos la verdad: ser adulto es, en gran parte, una estafa bien orquestada.

De niños, pensábamos que la adultez era sinónimo de autonomía. ¿Quieres comer helado a las tres de la mañana? Nadie te lo impedirá. ¿Quieres pasar todo el fin de semana viendo películas? Adelante. Pero lo que no nos dijeron es que la libertad adulta viene con cadenas invisibles: facturas que pagar, responsabilidades que cumplir, expectativas sociales que satisfacer. La verdadera libertad no es hacer lo que quieras, sino tener la energía y el tiempo para hacerlo después de una jornada laboral de ocho horas.

La independencia económica, otro gran mito, resulta ser una trampa. Ganar dinero no se traduce en gastarlo en caprichos, sino en destinar la mayor parte a obligaciones: el alquiler, la comida, los impuestos, los seguros. Y cuando por fin sobra algo, ya no tienes el mismo entusiasmo infantil por un juguete nuevo; ahora te emocionas por una lavadora con descuento.

Si ser adulto fuera tan maravilloso como nos lo pintaron, ¿por qué nos aferramos con tanta fuerza a los recuerdos de la infancia? La nostalgia es el refugio de quienes descubrieron que la adultez no cumple sus promesas. Añoramos los veranos interminables, las siestas sin culpa, la capacidad de sorprendernos con cosas pequeñas. Ahora, el tiempo vuela, el cansancio es crónico y la rutina aplasta cualquier atisbo de espontaneidad.

Peor aún es cuando nos damos cuenta de que los adultos no tienen todas las respuestas. Aquellos que veíamos como figuras todopoderosas -nuestros padres, maestros- en realidad estaban improvisando. Y ahora nos toca a nosotros hacerlo, con la incómoda sensación de que en cualquier momento alguien descubrirá que no sabemos lo que hacemos.

Parte de la mentira de la adultez es la obligación de aparentar que todo va bien. Socialmente, se espera que tengamos una carrera estable, relaciones perfectas, metas cumplidas y una salud mental inquebrantable. Pero la realidad es que muchos vamos por la vida con dudas, fracasos encubiertos y el miedo constante a no estar a la altura.

Las redes sociales empeoran el engaño. Vemos las vidas editadas de los demás y asumimos que somos los únicos que no hemos descifrado el código de la vida adulta. Pero detrás de cada publicación idílica hay facturas sin pagar, noches de insomnio y crisis existenciales. Nadie escapa.

Quizás el problema no sea la adultez en sí, sino las expectativas que nos impusieron. Crecer no debería ser sinónimo de perder la curiosidad, la capacidad de asombro o el derecho a equivocarse. La verdadera madurez podría estar en aceptar que nunca dejamos de ser niños con más responsabilidades.

Tal vez el antídoto contra la gran mentira de ser adulto sea permitirnos romper el guión: llorar cuando sea necesario, celebrar los pequeños logros, dejar de compararnos y, sobre todo, recordar que nadie tiene todo resuelto. Al fin y al cabo, crecer no es convertirse en un ser infalible, sino aprender a jugar con los cambios en las mareas entre las facturas por pagar y la pregunta ineludible qué es ¿quedará café? n

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