Opinión | Notas de domingo
Ironías, enteraos y un seminarista de Valladolid
Podría decirse que ha sido una semana con luces y sombras. Pero hubo un apagón

Málaga, a oscuras por el apagón eléctico / Francis Silva
Lunes. La vida normal... hasta las doce y pico. De repente, a media mañana, en una estancia luminosa de amplias cristaleras, finalizando una reunión, alguien dice: hay un apagón. Comprueba uno el interruptor. Lo hay. España se va a negro. A partir de ahí, toda una jornada peculiar. Historias del apagón se llamará un guión del futuro o una película o un libro.
Compré una radio, di un paseo, leí, traté de trabajar, me desconecté. Pensé. Lo bueno de no tener tecnología es que no accedes a teorías de la conspiración. Creí que iba a pasar la noche en vela, pero tras una cena con velas y sin posibilidad de comunicar con nadie, el sueño me venció como la mar vence a un grumete mediocre. A las tres de la madrugada, sobresalto. Antes, las tres de la mañana me podían pillar en un bar o en un antro. Ahora la máxima emoción es que en vez de en la cama esté en el sofá. Luces. La luz. Iba a decir que la civilización ha vuelto, pero leer en papel con un vaso de vino viendo como viene la noche para cuando venga irse a dormir no es mal hábito, ni mucho menos incivilizado. Vendrán las estúpidas no explicaciones, las idiotas peticiones de explicaciones oportunistas. Polítiqueo de baja estofa. De escasa potencia. Sí, de escasas luces.
Martes. No es baladí la diferencia entre el enterao y el pedante. De hecho, tengo mis dudas sobre si baladí es una palabra propia de pedante o de enterao. El pedante es un enterao pero que ha leído y que tal vez si no se le pregunta no habla. El enterao es un pedante sin lecturas que además trata de continuo de colocarte el rollo. Habla mucho, en alto y sin concierto. Se cuela en el turno de palabra, opina sin que se le pregunte. Pienso en todo esto mientras leo las declaraciones de un filósofo en la consulta del dentista. Me duele la muela de un modo socrático y o tal vez estoico o kantiano, sin descartar que sea nietzscheano. Yo creo que hay mucho nietzscheano que no se declara como tal para no tener que escribirlo o decirlo. Con colmillos.
Miércoles. Tertulia con Alberto García Reyes, director de ABC de Sevilla y Silvia Moreno, de El Mundo. Paco Ramón, el conductor del programa, cuenta -comentando el apagón- una anécdota de cuando trabajaba en El Faro de Ceuta, un periódico entrañable para mí donde mi abuelo fue linotipista y en el que mi padre comenzó su andadura periodística. Hablamos de periódicos, de las dificultades de hacerlos, de la vida que hay en ellos, del esfuerzo que exigen. La prensa de papel, ay, la prensa de papel. Acabamos y percibo cierta melancolía entrando por la ventana con disimulo. Camuflada de brisa. Me escondo detrás del sofá, pero en un descuido, tratando de alcanzar la cocina para echarme un café, logra envolverme, me agarra por los hombros y ya no podré quitármela de encima ni siquiera con otra ducha. Me la llevo a la calle. Poco a poco la va disipando la observancia de la gente, del tráfico, de los alegres viandantes. Paso por un quiosco. Me quedo un rato a ver. Un señor pregunta por el Faro de Vigo. Se lleva finalmente unas gominolas.
Jueves. Se pregunta Enrique Vila Matas en un artículo en El País si la ironía ya no se entiende. La ironía, dice, es la más alta forma de sinceridad. Paladeo la frase y no sé si es solemne o una ironía. Una ironía sobre la ironía.
«La ironía se sigue practicando pero no es tan avistada como antes, lo cual puede explicar tantos malentendidos», nos dice Matas. Para ilustrar todo esto, cuenta como el Papa, antes de morirse, claro, al oír que un chico se le acercaba y le decía: soy un seminarista de Valladolid, respondíó: y yo qué culpa tengo. Los que lo oyeron rieron mucho, pero en una web oficial en la que se reflejaba la anécdota abundaban los comentarios furibundos de cretinos que no tenían sentido del humor. Tomaban tal sucedido a la tremenda. Digo yo que emplear la ironía es tener un buen concepto de tus lectores. En serio.
Viernes. Algarabía en El Refectorium de La Malagueta, concejal desganado, diplomático de vacaciones, actriz en decadencia que chupa percebes, alegres jóvenes que vienen de una misión en Londres y ocupan una gran mesa. Tanto saludar me da hambre. Hoy hay lubina fresca y berberechos benditos y galaicos. Pruebo uno y me dan ganas de leer de nuevo a Álvaro Cunqueiro, a Wenceslao Fernández Flores y hasta a Camilo José Cela. Sin empanada.
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