Opinión | Las cuentas de la vida

Empieza el cónclave

Una imagen de la capilla Sixtina.

Una imagen de la capilla Sixtina. / L. O.

Empieza el cónclave de una Iglesia en búsqueda de un nuevo centro, más o menos político, más o menos doctrinal. El principal biógrafo de Francisco, Austen Ivereigh, definió al jesuita argentino como el «papa reformista» al inicio de su pontificado. La suya es una biografía brillante y documentada que merece ser leída para entender la agenda progresista que aupó a Bergoglio y que, sin embargo, no fue llevada a la práctica en su totalidad. En parte, porque los europeos tendíamos a interpretar a Francisco desde nuestra propia óptica, olvidando que el punto de vista de las periferias no tiene por qué coincidir necesariamente con el nuestro. Ni el reformismo tiene por qué significar lo que nosotros entendemos por tal. Pero esto, en todo caso, forma parte ya del pasado: el cónclave inicia un nuevo reinado que puede construirse sobre el anterior o puede respirar de un modo distinto. Todavía es pronto para saberlo.

Pero hay pistas que sugieren itinerarios o, al menos, que abren panoramas. Centrémonos en el cónclave. En la batalla entre conservadores y progresistas -por decirlo así-, el equilibrio parece moverse hacia la izquierda, aunque tal vez no lo suficiente como para imponerse de forma absoluta. La fuerza de bloqueo se sitúa en la creciente iglesia africana, moralmente más tradicional que la europea y que ya ha actuado a veces como un solo bloque, incluso enfrentándose a las decisiones de Francisco. Esto dificulta en buena medida el triunfo de un cardenal situado en el ala más a la izquierda –Tagle, por ejemplo–. A su vez, ningún aspirante estrictamente conservador –el cardenal Sarah, con gran influencia sobre los purpurados africanos, el alemán Müller o el estadounidense Burke– tiene posibilidad alguna de sumar los dos tercios de votos necesarios para la fumata blanca. Esto reduce las dos facciones de la Iglesia a un cuerpo central amplio, constituido por los que podemos considerar más o menos moderados y a distancia de cualquier impulso radical en un sentido o en otro. El nuevo papa saldrá del pacto entre varias tendencias y tendrá que responder a un contexto político internacional muy distinto al que tuvo que afrontar Francisco. Y, a nivel interno, su primera misión será remendar lo roto en estos últimos años, lo cual no será sencillo.

Algunos nombres se repiten en la prensa. Por el poder acumulado a lo largo de estos años, el del secretario de Estado, cardenal Parolin, se lee casi a diario. Diplomático de formación, con escasa experiencia pastoral, pasa por ser un hombre de gobierno y es quizás el principal candidato. El ala derecha apoya al húngaro Péter Erdő, un conservador moderado, fino intelectualmente y con buena reputación entre los prelados europeos. El sector de la izquierda moderada cuenta con varias opciones, aunque parece coger ventaja el arzobispo de Bolonia, Matteo Zuppi, un liberal casi puro perteneciente al Movimiento de San Egidio, quien a pesar de sus credenciales progresistas se ha mostrado tolerante con los tradicionalistas. Demasiado jóvenes quizás, aunque con ascendente en el colegio cardenalicio, emergen dos nombres: el del patriarca de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, y el del obispo de Ajaccio, François-Xavier Bustillo, de origen español. Hay muchos más candidatos en liza y en apenas unos días saldremos de dudas. Pero, si no hay acuerdo, apunten otros dos nombres: Anders Arborelius, un papa del norte para una época postsecular, y el arzobispo de Marsella, Jean-Marc Aveline, uno de los hombres de Francisco. Y, por supuesto, el nuevo papa puede ser cualquier otro cardenal. Sólo la fumata blanca resolverá el misterio en horario de máxima audiencia.

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