Opinión | Mirando al abismo

Maraña de decisiones

La elección de un nuevo líder religioso, especialmente en una institución milenaria como la Iglesia Católica, tiene un peso simbólico incuestionable

El Papa León XIV llega a la residencia de Santa Marta en el Vaticano

El Papa León XIV llega a la residencia de Santa Marta en el Vaticano / Agencias

En un mundo donde las preocupaciones cotidianas, el precio de la comida, el alquiler, la salud, el trabajo, deberían ocupar el centro de nuestra atención, resulta llamativo cómo eventos lejanos, como la elección de un nuevo Papa, capturan nuestro interés con tanta intensidad. Mientras millones lidian con problemas inmediatos, los medios dedican horas a analizar cada gesto del pontífice, su vestimenta, sus discursos y sus posibles reformas. ¿Por qué nos importa tanto una figura distante cuando nuestras realidades palpitan aquí, en lo concreto y urgente?  

La elección de un nuevo líder religioso, especialmente en una institución milenaria como la Iglesia Católica, tiene un peso simbólico incuestionable. Representa esperanza, renovación o, para algunos, continuidad. Pero más allá de los creyentes, el fenómeno mediático alrededor del papado revela algo más profundo: nuestra necesidad de narrativas grandiosas que nos distraigan de las batallas grises del día a día. El Papa no resolverá el desempleo de un joven en Buenos Aires, ni la deuda de una familia en México, pero su imagen —carismática, solemne— ofrece un escape momentáneo a un drama colectivo que parece más trascendente que pagar el recibo de la luz.

Es paradójico: en sociedades cada vez más secularizadas, el interés por el Vaticano persiste. Quizá porque, en medio del capitalismo deshumanizado, la figura del Papa evoca un lenguaje de solidaridad y moral que contrasta con la crudeza de nuestras economías. Cuando Francisco habla de «los pobres» o de «cuidar la creación», muchos aplauden, aunque luego sus vidas sigan atrapadas en sistemas que ignoran esos ideales. Nos conmovemos con sus palabras precisamente porque nuestra realidad carece de ellas. Es más fácil emocionarse con un discurso sobre la pobreza que organizarse para exigir salarios dignos.  

Los medios amplifican esta dicotomía. Mientras problemas como la inflación o la violencia requieren análisis complejos y soluciones incómodas, el papado ofrece un espectáculo simple: rituales ancestrales, vestiduras sustuosas, gestos de humildad. Es una fábrica de titulares listos para el consumo. ¿Cuántas portadas ha merecido un campesino sin tierra frente a las que ocupa un viaje papal? La industria del entretenimiento disfrazada de información nos entrena para mirar hacia Roma en lugar de hacia nuestro barrio.

No se trata de negar la importancia global del Papa, sino de cuestionar por qué permitimos que su figura opaque luchas locales que sí dependen de nuestra participación. ¿Cuánta energía dedicamos a debatir sus encíclicas frente a la que invertimos en exigir servicios públicos eficientes? La espiritualidad puede ser reconfortante, pero no sustituye al pan.  

Al final, la obsesión con el pontífice refleja una sociedad que prefiere delegar sus esperanzas en líderes lejanos antes que asumir la responsabilidad de cambiar lo cercano. El nuevo Papa no es el problema; lo es nuestra incapacidad para priorizar lo que realmente nos afecta. Mientras él habla del cielo, nosotros seguimos enterrados en la tierra. Y ahí, en ese contraste, se esconde la verdad incómoda: nos fascina lo que no nos exige nada.  

¿Qué pasaría si canalizáramos esa misma atención hacia nuestros gobernantes, nuestros sindicatos, nuestras escuelas? Quizá entonces lo trascendente dejaría de ser un espectáculo y se convertiría en una lucha. Pero eso, claro, requeriría mirarnos al espejo en lugar de hacia el balcón de San Pedro.

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