Opinión | Tribuna
El suicidio y las llagas del corazón
El suicidio es una autodestrucción causada intencionalmente o, al menos, con el conocimiento previo de la muerte y la aceptación en nuestros actos del riesgo mortal

Los griegos consideraban el suicidio como una muerte voluntaria. / l.o.
Plinio está en lo cierto: los dioses son inferiores a nosotros, tristes mortales, ya que no pueden suicidarse. Entonces, ¿por qué hay que evitar, a toda costa, que se produzcan los suicidios, el propio o los ajenos? ¿Tan malo es suicidarse? ¿Aun cuando la muerte no signifique nada para nosotros, como afirma Epicuro de Samos? ¿O si estamos convencidos, como Jean-Paul Sartre, de que la muerte es un mal? ¿O incluso cuando, como dice Hamlet, “con un sueño damos fin a las llagas del corazón y a todos los males”?
El suicidio es una autodestrucción causada intencionalmente o, al menos, con el conocimiento previo de la muerte y la aceptación en nuestros actos del riesgo mortal. Para Tomás de Aquino este acto resulta moralmente reprobable al violar tres obligaciones morales: la propia, la que tenemos con los demás, y la que tenemos con Dios, nuestro creador. Intentaré, en lo posible, acercarme al secreto de la risa de las calaveras en estos tres escenarios.
Excomulgados
En tiempos de Tomás de Aquino la Iglesia excomulgaba tanto a los que se suicidaban como a los que lo intentaban. Siguiendo a Aristóteles, se aducían razones prácticas para la condena: el suicida se aparta voluntariamente del Estado, de la comunidad, a la que ya no podrá aportar servicios ni beneficios. Por este motivo, los suicidas no podían ser enterrados en la tierra consagrada de los cementerios cristianos. El celo condenatorio de las autoridades religiosas y temporales llegó hasta el extremo de hacer que el cadáver del difunto fuera arrastrado boca abajo por las calles, para finalmente ser colgado o arrojado al basurero, ya en la Francia de Luis XIV.
Los argumentos más antiguos de Agustín de Hipona traducían el espíritu del Fedón platónico, heredero del Orfismo, condenando el suicidio por razones religiosas: el cuerpo humano es propiedad de Dios o de los dioses, según el caso, y no podemos disponer de él a voluntad. Las razones matemáticas de los pitagóricos parecen más exóticas: la ruptura repentina de la unidad del cuerpo y el alma altera el equilibrio de la naturaleza, es una especie de crimen hacia la naturaleza. Por otra parte, Aristóteles reprobaba la conducta del suicida al considerarlo un cobarde que huye de la pobreza y del dolor, y transgrede gravemente la justa ley de la vida contra la polis. Y para el neoplatónico Plotino, es el fruto de una pasión malsana que impide el avance fulgurante y ascendente de nuestra alma hacia el Bien. Además, el sabio debe ser capaz de aceptar los males y dejar obrar a la naturaleza.
Pragmatismo romano
Los textos romanos, por su parte, volcaron su pragmatismo también en este espinoso asunto, al no considerarlo una violación general de la ley, sino una actitud antieconómica, en algunos casos. Así, por ejemplo, Tito Livio relata cómo los habitantes de Marsella que decidieran suicidarse tenían derecho a justificarse ante el Senado y, en el caso de resultar convincentes sus argumentos, recibían la cicuta para consumar su acto. La excepción eran los esclavos, los soldados y los acusados de delitos capitales. Si los esclavos se quitaban la vida en los seis primeros meses de su compra, se podría reclamar el dinero de ésta a su anterior propietario (estaban “en garantía”). Los soldados suicidas se convertían en desertores con todas las de la ley. Y los acusados que decidían abrazar la muerte antes de ser condenados, creaban un problema jurídico, al no poder confiscar sus bienes el Estado (algo que solucionó el emperador Domiciano, dejando al acusado sin herederos legales). He aquí un sólido engranaje de argumentos religiosos, morales, prácticos, legales, políticos, económicos y hasta matemáticos dispuestos para contrarrestar rápida y eficazmente el efecto subversivo del suicida quien, tal vez si saberlo, juega a ser Dios y muestra abiertamente su ingratitud hacia el Estado. No es de extrañar que las calaveras exhiban, cínicamente, una amplia sonrisa, la sonrisa de la transgresión y del escepticismo más recalcitrante.
En el año 1897, el sociólogo francés Émile Durkheim publicó Le suicide. Étude de sociologie, una investigación científica multifactorial conformada por datos estadísticos comparativos, factores psicológicos individuales, factores geográficos, sociales y extra-sociales. Concluyó afirmando que no hay un suicida tipo, sino suicidas, si bien, como escribió en 1898: “es bien cierto que un aumento notable de suicidios siempre testifica un serio trastorno de las condiciones orgánicas de la sociedad”. Resuenan aquí las palabras de Aristóteles y de sus seguidores medievales: los suicidios son reprobables porque la muerte causa un mal irreparable en la familia o en la sociedad.
¿Tan malo es suicidarse?
Sin necesidad de abandonar el marco del yo social, les recuerdo algunas de mis preguntas iniciales: ¿Por qué hay que evitar, a toda costa, que se produzcan los suicidios, el propio o los ajenos? ¿Tan malo es suicidarse? ¿Hay que prevenir y castigar? El barón de Montesquieu nos interpela con notable sensatez: ¿Por qué hay que obligar a alguien a que trabaje por una sociedad a la que no se siente vinculado? Y David Hume completa el argumento: “un hombre que se retira de la vida, no hace ningún daño a la sociedad; solo deja de hacer algo bueno, cosa que si es un perjuicio, es de orden ínfimo”.
Para Durkheim es algo grave, porque las formas de suicidio “egoístas” y “anómicas” (las que surgen de la falta de códigos de normas morales propias de las relaciones económicas) son una clara amenaza para la consecución de la solidaridad orgánica, un objetivo fundamental para las sociedades modernas: lograr la interdependencia funcional en la división del trabajo y que los individuos se sientan vinculados a los demás. Entonces, el suicida –incluyamos aquí al que se somete a la eutanasia- ¿hace algo malo, desde el punto vista social, o únicamente deja de hacer, en este sentido, algo bueno y poco importante?
El Renacimiento
Con el Renacimiento, los argumentos religiosos y sociales parecen pasar a un segundo término. Es el yo individual y su conciencia el auténtico protagonista del pensamiento antropocéntrico y naturalista (no en vano, la decisión final es la más íntima y determinante de todas las que puede adoptar un ser humano) y cobran vida, de nuevo, las argumentaciones del período helenístico, es especial, las de estoicos y epicúreos. En esta línea se inscribe también la argumentación del filósofo escocés David Hume, quien recurrió a pensadores clásicos precristianos y sirvió de fuente para aquellos que lograron revocar la condición de delito del suicidio en Gran Bretaña y Estados Unidos. Para Hume el suicidio puede ser un “acto honorable”: es permisible un suicidio autónomo -y, ocasionalmente, digno de alabanza- si los beneficios que produce en el individuo y la sociedad son superiores al hecho de no practicarlo. Para los epicúreos, el objetivo fundamental de la existencia humana es la búsqueda del placer y la eliminación del dolor. Dado que con el suicidio se suprimen los sufrimientos innecesarios –tras un sobrio cálculo de beneficios y perjuicios de la acción-, no tiene que ser necesariamente una conducta reprobable. Tan sólo debemos aprender a “calcular bien”. Además, no tenemos que temer a la muerte, puesto que nada es para el que muere, quien deja de sufrir, así como deja de ver, oír, oler, gustar y tocar. Ni siquiera debemos temer a la nada a la que nos asomaremos inexorablemente al morir.
En cualquier caso, estas justificaciones están fuertemente intelectualizadas. ¿Qué pasaría si, como sostiene Albert Camus, nadie se suicida realmente por reflexión, si en ese momento no estamos para cálculos? Lo mismo sucede en el caso del estoicismo. Sus seguidores rechazan la muerte voluntaria, cuando ésta es el fruto de una pasión o una ceguera. No vale recurrir al temor, a la venganza, a la desesperación, a la cobardía o a cualquier frivolidad del sujeto. La única justificación aceptable para los estoicos nace en la razón y de la libertad, cuando el individuo deja de tener una buena vida, una vida virtuosa y llevadera. Pero, ¿quién podrá tener la suficiente lucidez, llegado el momento?
Muerte voluntaria
Ante la muerte voluntaria, como llamaban los griegos al suicidio, sentimos dolor y miedo. Dolor, cuando se trata de la muerte de una persona querida, admirada o a la que tenemos simpatía; miedo, en el caso de que pensáramos nuestro propio suicidio, dado que nos podríamos dar de bruces con la nada ¿Debemos evitarlos -aunque sea a costa de huir de ellos gracias al aturdimiento- o, tal vez, soportarlos -aunque ello nos genere angustia? ¿Sirven de algo las justificaciones o, en su caso, las reprobaciones sobre el suicidio que se pueden ofrecer desde la filosofía? ¿Es el suicidio un grave problema social que requiere prevención y hasta castigo? ¿Cabe ofrecer una respuesta racional al suicidio, tanto en el ámbito del yo individual como en el del yo social, o es un mero pseudoproblema metafísico fomentado por motivos ideológicos?
¿Y si invocáramos aquí, nuevamente, el sano sentido común por el que aboga David Hume? Puede que no haya razones lógicas ni empíricas que justifiquen el dolor y el miedo asociados a la muerte voluntaria, pero conviene creer en el poder –a veces paralizante- que tienen sobre nosotros, tanto desde el punto de vista individual, como desde la perspectiva social. Una creencia que favorece tercamente nuestra supervivencia, incluso en el caso de que pensemos que la vida no merece la pena ser vivida. Tal vez sonrían por esta razón las calaveras en la danza macabra.
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