Opinión | El ruido y la furia
En la calle
Cuando empieza a clarear el día, que es mi hora de llegar a la caldera, paso por su lado y lo miro de soslayo. Lo encuentro siempre dormido aún

Un 'sintecho' en las calles de Málaga. / ARCINIEGA
Nada sé de él. Sospecho que debe rondar los cuarenta años, que es de tez morena (solo le he visto la cara, nunca los ojos) y de estatura media. Duerme, desde hace unos días, al amparo del brevísimo alero del tejado del edificio donde trabajo. Ha reunido unos cartones gruesos y los asientos de un sofá que alguien tiró a un contenedor, y con eso y unas mantas se hace un lecho cada noche. Cuando empieza a clarear el día, que es mi hora de llegar a la caldera, paso por su lado y lo miro de soslayo. Lo encuentro siempre dormido aún. También tiene una bicicleta.
No sé quién es este hombre, a qué nombre responde, qué idioma habla. Tampoco sé qué come (si es que come) ni dónde. Solo sé que un rato después me asomo a la ventana y ya no están ni él ni la bicicleta, que ha recogido sus tiestos, medio escondidos los cartones y los cojines. Las mantas debe llevárselas consigo. Supongo, pero es solo una suposición, que va a buscarse la vida por ahí. Acaso tiene un trabajo pero no le alcanza para pagar un alojamiento. En este sur que habito y que me habita se ha puesto muy difícil alquilar una vivienda, tanto por el disparate del precio como por la dificultad de encontrar un lugar que no esté dedicado al alquiler turístico. Y lo mismo pasa en otras muchas partes.
Pero acaso venga a resultar que este hombre no tiene nada y vaga por las calles a ver qué trae el día. Muchas veces he meditado sobre esto como medita uno sobre todo lo que le da miedo. Nadie está libre de verse, alguna vez, en esas circunstancias. Por lejanas que nos parezcan, bastan un par de reveses de la vida, un par de malas decisiones o un par de malos pasos para encontrarse, de repente, en la puñetera calle.
En estos días se está hablando mucho de la legión de personas (entre trescientas y cuatrocientas) que duermen en el aeropuerto de Barajas. Mientras las administraciones se echan la culpa unas a otras, la única solución que han encontrado es impedir el paso a quienes no tengan una tarjeta de embarque. O sea, echarlos a la calle, que es de donde vienen. Cerrada la puerta, terminado el problema, han debido pensar.
Esas cuatrocientas personas (son exactamente eso, personas), con sus historias detrás, con los reveses que les haya dado la vida, vagan ahora por las calles acaso buscando el amparo del brevísimo alero del tejado de un edificio cualquiera del que, seguramente, las expulsarán también. “Vaya usted a otro lado”, les dirán, pero dónde, dónde está ese sitio en el que no estorbe su pobreza, su mala suerte o su patología.
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