Opinión | El cine de la vida
No tengo ni le daré tiempo al algoritmo
Cuando navego por las aguas de Netflix se me vuelven instantáneamente insondables. Hay demasiado y en su fondo muy poco

Imagen de archivo de un videoclub. / l.o.
Hay amistades que se quedan aunque se vayan. Hábitos de cuna que adquieren una cara más pragmática y que, al sustituirse, son ajusticiados por la nostalgia. Cuando se debaten recuerdos no se produce un juicio equitativo; lo de ahora no es mejor aún siéndolo objetivamente. Voy a pronunciar una tautología barata: no es lo mismo. Será más directo, más rentable en tiempo y dinero -concentrado en varios clics en un buffet ilimitado, a cambio de un mensualidad- pero el streaming no es el videoclub. Era el arte andante de poder elegir, la libertad de pensar entre un laberinto de estanterías donde todas las carátulas te miraban deseosas, tanto como tú a ellas. Nadie discute el ya obsoleto concepto del alquiler, pero nos hemos quedado sin elección. Hemos comprado que lo hagan por nosotros.
Cuando navego por las aguas de Netflix se me vuelven instantáneamente insondables. Hay demasiado y en su fondo muy poco. Una fosa de las Marianas irresistible para mi generación Z y a la que yo me resisto, como boomer ideológico; aquel que se vuelve inadaptado ante las nuevas tendencias no tanto por incapacidad sino porque no le da la gana. A veces la presión social me vence, la cresta de la ola me absorbe de mi huelga de hambre digital y me enfrento al producto de moda. Engullí Adolescencia en una tarde de domingo, pero no invertiré otro cubo de palomitas en El Eternauta porque son otras horas que aparco lo demás. Sacrificar tus preferencias por algo que en una semana dejará de existir.
Continuando mi turra desde la analogía marítima: hay más plástico que no deja ver el mar. El algoritmo aparenta ayudar pero contamina tu perfil, programando tus gustos en el menú de inicio. El algoritmo es tramposo y tedioso: tramposo porque en teoría se ajusta y visualiza tus géneros para realmente posicionar las tendencias en el centro de la interfaz y que te guste lo mismo que al resto; tedioso porque cuando decides elegir por tu cuenta un título específico siempre da la casualidad que la plataforma no lo tiene, como un supermercado que solo vende congelados. Si utilizamos la herramienta JustWatch, contabilizamos 5254 películas en Netflix o 5054 en Prime Video, donde mínimo un tercio del tablero es de producción propia.
Y la víctima es el comprador, yo por ejemplo, que teniendo la mitad de las plataformas fichadas por mi cuenta bancaria cada mes la mitad de las veces veo películas fuera de ellas. Repito, eso me pasa por boomer.
Como me adelanto perdedor a llegar a una hipotética línea de meta (que nadie sabe donde está), por momentos aparco mi profesión de periodista de actualidad para no hablar de lo que hablan todos. No por hacerme el rebelde, o el interesante, sino porque el cine no es dos contadas. Me apetece recuperar clásicos, descubrir cine de nicho, del año pasado o del siglo anterior, volviéndolos potables para que a ojos del resto se recuerden importantes. Porque no hay prisa. Ahí están esperándome, perennes como en aquellas dos plantas de Franju en Calle Cervantes. Que miedo generacional nos da la antiguo, cuando lo nuevo sigue siendo descubrir que hay más películas enterradas en el pasado que a producir en el futuro. Ya me dirás de 2.500 que se producen anualmente cuantas apuntas a tu lista eterna de pendientes y cuáles ni siquiera conoces.
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