Opinión | Viento fresco
Viajar a contramarcha
Algunos lo odian y en cuanto se sientan comienzan a marearse y a bufar. Sudan y sacan el móvil y le cuentan el contratiempo a un pariente. A voces

Un vagón de tren. / l.o.
Si en el tren te toca un asiento en el de sentido contrario de la marcha no ves venir el paisaje. Más bien lo vas dejando atrás. Ves lo que ya recorriste, no lo que está por venir. Hay gente que lo detesta, lo de ir en el sentido contrario de la marcha.
Se marean, se cabrean, se ponen de mal humor, sacan el teléfono y comienzan a contarle su desventura a su tía abuela de Azuqueca o a su primo de Sabadell. La Renfe, y los otros operadores, deberían preguntar a sus pasajeros si son más de porvenir o de pasado, aunque, claro, también puedes elegir tú el asiento por Internet acorde a tu manera de ver (o no ver) la vida. Luego si te hacen caso o no es harina de vete a saber qué costal. Si vas a favor de la marcha, de pronto divisas tu ciudad y sufres un alegrón o una depresión pero si vas a contramarcha no ves tu ciudad, ni sus intenciones respecto a ti, hasta que no la tienes encima.
Pero el colmo es ir en un asiento de esos de cuatro, a contramarcha, con dos extraños enfrente. Ven antes que tú, juegan con ventaja. Y a lo mejor, encima, se van poniendo ciegos de pan con atún o inclusive mortadela italiana y tú vas con tu café bebío sin más.
La llegada a la estación nos iguala a todos y al poner pie en tierra podemos ya mirar donde nos dé la gana o dónde nos dé la vista mientras que los que iban dándole a la mortadela miran cómo han puesto perdido de migas el suelo.
En esto de la marcha y contramarcha del tren no faltan los que no tienen preferencia. Robert Kennedy dijo una vez que siempre y en todo momento, en Estados Unidos hay un treinta por ciento de gente a la que todo le da igual. Y si no lo dijo, debería haberlo dicho. Yo opino que en España ese treinta por ciento existe también y se retroalimenta de y con otro treinta que es inflexible en sus posturas. Y ahí estamos, ¿estamos? El otro cuarenta por ciento, que, como en ‘Amanece que no es poco’, un día montamos en bicicleta y otro leemos a Faulkner. Y a veces nos dejamos en manos del destino y compramos a ciegas un billete de tren, para que el azar decida si vemos por anticipado, si los olivos nos atropellan o si nuestra ciudad nos es hostil o nos abraza. Sentaditos.
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