Opinión | La vida moderna merma
Turistas en Roma, inquisidores en Málaga
Todos somos turistas cuando salimos de casa y vecinos cuando queremos dormir. Las contradicciones no son delitos sino espejos

Bar San Calisto, en el Trastévere. / Gonzalo León
Por más vueltas que le doy, no consigo encontrarle el sentido. Vivimos en un sur entregado a la hipérbole emocional, donde el aplauso se convierte en protesta y la queja en deporte olímpico. El turismo, por ejemplo, ha pasado en apenas una década de ser la panacea que nos sacó de la crisis a convertirse en la causa de todos los males. La culpa, como siempre, no es del empedrado: es de los guiris.
La vivienda está cara, ergo la culpa es del turismo. Hay jaleo por la noche, ergo la culpa es del turismo. Se venden más cervezas que leche, luego el turismo otra vez. Es el turismo el que amanece borracho, el que canta, el que grita, el que orina, el que destroza. Da igual si hablamos de británicos en paños menores en calle Larios o de franceses educadísimos en patinete: todos están incluidos en la categoría de enemigo público número uno.
Y sin embargo, hace unos días ocurrió algo que considero una fantasía. Un hecho que nos define mucho más de lo que creemos. Málaga y Sevilla peregrinaron a Roma. Con mayúsculas. Dos de las devociones más señeras de Andalucía –la Esperanza y el Cachorro– cruzaron fronteras y se pasearon por la Ciudad Eterna con la misma solemnidad que exhiben cada primavera. Y con ellas viajaron cientos, tal vez miles, de devotos, de hermanos de cofradía, de malagueños que quisieron vivir ese momento histórico.
Pero claro, los andaluces, cuando viajamos, también hacemos patria. Roma tembló con nosotros. En la recoleta plaza de San Calisto, en pleno Trastevere, se vivieron escenas que aquí habríamos calificado como «turismo de borrachera». Cánticos hasta altas horas, cumpleaños improvisados, botellines compartidos, abrazos efusivos, cervezas infinitas. El bar que comparte nombre con la plaza se quedó sin existencias, y tuvo que cerrar antes de tiempo el viernes -háganse una idea de lo que allí se bebió-. Se gritó, se cantó, se bailó, se saltó. Y después, cada cual -muchos- volvió a su apartamento turístico alquilado para la ocasión.
La paradoja, por no decir la contradicción, es que entre aquellos efusivos participantes de la fiesta romana había muchos de los que aquí, en casa, despotrican a diario del turismo. Son los que retuitean mantras como «los pisos son para vivir, no para especular»; los que han hecho de la crítica al alcalde o al presidente de la Junta una liturgia, y que consideran al turista como el apocalipsis a pie de calle.
¿Y qué hacemos con eso? ¿Cómo gestionamos esta incoherencia? Porque no es una anécdota: es una actitud. ¿Somos nosotros mejores turistas que los turistas? ¿Nuestro jaleo es distinto al jaleo ajeno? ¿Nuestra borrachera, por ser con brindis cofrades, es más digna que la de un holandés con sombrero de cowboy? ¿Nos molesta el ruido, pero solo cuando no lo provocamos nosotros?
Quizá lo que deberíamos es calmarnos un poco. Bajar un par de tonos. Rebajar esa intensidad con la que muchos viven la vida y sobre todo las redes sociales. Es como si se hubiera generalizado un nuevo estilo de vida indignado: el activismo de balcón, de tuit y de pancarta que convierte cada molestia en un drama colectivo, cada contradicción en una bandera. Un mundo donde se exige a los demás lo que uno mismo no está dispuesto a cumplir.
Yo no soy especialmente partidario del turismo masivo. No me gusta vivir rodeado de apartamentos turísticos. Tampoco me molesta –y esto lo digo claro– que se beba en la calle, sea en Málaga o en Roma. Lo que me desconcierta es esta superioridad moral de quienes se comportan como turistas cuando les conviene, y como jueces cuando están en casa. Que a uno le guste dormir tranquilo no lo convierte en mejor ciudadano que quien celebra con alegría una noche especial.
Roma nos ha dado, gracias a la Esperanza, unos días inolvidables. Compartimos abrazos, risas, silencios, lágrimas, cansancio, trabajo, reencuentros, convivencia, alegría, encuentros bajo los varales y también litros de cerveza. Nos fundimos en una celebración que tenía poco de romana y mucho de andaluza. Por unos días fuimos comunidad, y eso en estos tiempos es un lujo. Pocas cosas son tan bellas como sentirse parte de algo, saberte con los tuyos, reconocerte en una mirada cómplice mientras suena una marcha o se alza una copa. Esos días quedarán en la memoria de quienes los vivimos con intensidad.
Y sí, puede que alguno bebiera más de la cuenta, que algún cántico desentonara, que alguna botella cayera al suelo. Pero no pasó nada grave. Se bebió en la calle, como se hace en nuestras ferias, como se ha hecho toda la vida, y como seguirán haciendo otros turistas en nuestras plazas. El mundo no se acabó por eso.
Quizá lo que necesitamos es una dosis de humildad, de comprensión y de memoria. Ser menos rígidos, menos rotundos. Admitir que todos –en el fondo– somos turistas cuando salimos de casa, y que todos somos vecinos cuando queremos dormir. Que las contradicciones no son delitos, pero sí espejos. Y que uno debería mirarse antes de juzgar tanto.
Hay que intentar ser feliz. Sea como sea. Pelear por ello es objetivo fundamental en la vida. Y debiera estar penado con prisión sostener el fruño ceñido más de media hora. Y más aún con quienes, en el fondo son tus iguales pues hacéis lo mismo y repetís patrones de comportamiento.
La vida no está para vivirla enfadado. Lo importante no es solo con quién compartes el vino, sino también con quién te gustaría compartir el silencio. Porque a veces, entre tanta algarabía de estos días, se echa de menos una voz. Y cuando no está, se nota. Incluso aquí. Especialmente aquí.
Viva Málaga.
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