Opinión | Primer movimiento

Comprar

Cada compra era una pequeña aventura, cada objeto una promesa. El mostrador era un territorio familiar, y el tendero, casi un personaje de nuestra infancia

Un kiosko de Málaga

Un kiosko de Málaga / L.O.

Hay acciones que me gusta llevar a cabo siempre en el mismo momento y de la misma manera. Una de ellas es, al llegar el verano, comprar revistas que ofrecen lecturas entretenidas y a la vez enriquecedoras, que me enseñen algo, para compaginar con las novelas que habitualmente me acompañan durante todo el año. Este ritual también lo sigo al llegar el invierno, momento en el que siempre me zambullo en alguna lectura navideña.

En los últimos años, cuando llega el mes de junio, me he aficionado a leer la revista Speak Up, una revista escrita en inglés, cuyos artículos se diferencian en niveles de dificultad y en temática. Su compra no obedece tan sólo a los placeres derivados de su lectura, más bien su consumo es una excusa para experimentar el placer de comprarla. La compra de la prensa, o una revista, es uno de esos gestos que no cambian con el paso de los años y que, sin hacer ruido, dan forma a nuestros días. Entrar en la tienda del barrio, sentir el sonido de la puerta al abrirse, saludar al tendero con ese ‘buenos días’ que ya es casi un código entre conocidos. Pedir lo de siempre sin necesidad de nombrarlo. Pagar en metálico, recoger las monedas con calma, cruzar alguna frase trivial que, sin embargo, nos reconcilia con la rutina. Son pequeños ritos cotidianos que nos recuerdan que la vida también se sostiene en lo sencillo, en lo que no parece importante pero nos construye sin que lo notemos.

Cuando éramos niños, aquellas mismas tiendas eran un pequeño universo. Bastaba con unas monedas apretadas en la mano para sentir que el mundo nos pertenecía por un instante. Íbamos por la prensa para nuestros padres, sí, pero también por los cromos que esperábamos con ansia, por ese yo-yo que acababa de llegar o por el olor a chicle recién abierto. Cada compra era una pequeña aventura, cada objeto una promesa. El mostrador era un territorio familiar, y el tendero, casi un personaje de nuestra infancia: el que sabía qué álbum estábamos completando, el que nos guardaba los sobres ‘buenos’ o el que dejaba fiar si hacía falta. Yo siempre preferí una tienda con una puerta que atravesar antes que un kiosko. En el kiosko te quedabas fuera, en la tienda, entrabas. Y al entrar olías esa combinación de olores tan mágica y característica que formaban el olor a la tinta de la prensa, las revistas nuevas, el azúcar de las chucherías y, cuando llegaba el verano, el olor que salía de la nevera de Frigo, Camy o Avidesa. Junio está a la vuelta de la esquina y hace poco quise comprar un número de la revista. Acudí a varios sitios del barrio donde vivo, pero en ninguna la tenían. «Paco la tendría seguro, pero hace meses enfermó, y cerró». Entonces recordé a Paco y a su local de calle Compás de la Victoria donde yo compraba la prensa.

Entrar en su local era descubrir de nuevo aquel universo de la infancia. Era volver a oler a bollycao, sobres de panini y a periódicos en papel. Cada vez que le pedía mi revista, sacaba su puntero láser del bolsillo y apuntaba a algún lugar de sus estanterías donde, escondida tras otras más populares, estaba la que yo buscaba. «Pido un par de ellas, no se vende mucho, pero aquí siempre tendrás tu ejemplar». Hoy, en medio de un mundo donde todo parece acelerarse, esos gestos cotidianos tienen algo de resistencia. Comprar el pan en la panadería de siempre, detenerse a recoger la prensa, cruzar un par de frases con quien lleva años al otro lado del mostrador…

Son actos mínimos que, sin embargo, nos devuelven una sensación de pertenencia, de arraigo. En tiempos donde lo virtual lo invade todo, esas tiendas de barrio siguen siendo lugares donde se mira a los ojos, donde se espera el turno, donde uno todavía puede llamarse por su nombre. No son solo comercios: son parte del paisaje emocional de nuestras vidas. Porque al igual que escuchar música nunca será darle al play a una canción de Spotify, leer nunca será tan sólo pasar las páginas de un libro. Las liturgias cotidianas -como comprar siempre en la misma tienda, o posar la aguja del tocadiscos sobre el vinilo- nos ofrecen un ancla suave en el vaivén de los días; nos dicen, sin decirlo, que todo sigue en su sitio.

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