Opinión | Tribuna

El manotazo

Hay siempre un instante en que el mundo entero está casi al alcance de una modesta, prodigiosa mano. Una mano lo cambia todo en un segundo. Las manos proporcionan inesperadas lecciones

Polémica con el 'bofetón' de Brigitte a Emmanuel Macron

Sara Fernández

Algunos días, cuando se presentaba en sus obras, Antoni Gaudí emitía instrucciones mediante el dibujo de líneas en el aire con una mano, sugiriendo que «este debería ser así y así». Parecía que el edificio se levantaba con un gesto, aunque una vez el arquitecto dejaba la mano en el bolsillo, para descansar, los obreros necesitaban complejos planos para interpretar las explicaciones voladoras. Hay siempre un instante en que el mundo entero está casi al alcance de una modesta, prodigiosa mano. Son tantas las cosas que se alcanzan con ella que la simple idea de comenzar su enumeración derrota a cualquiera. Pensé en la infinita gama de movimientos que permite cuando hace unos días se abrió la puerta del avión que había llevado a Enmanuel Macron a Vietnam, y distinguimos cómo una mano se lanzaba hacia su rostro y le asestaba un sorprendente zarpazo. Enseguida comprendimos que se trataba de la mano de Brigitte Macron, la mujer del presidente francés. Desde entonces no podemos dejar de preguntarnos qué pasó justo antes del ataque, por qué esa mano se arrojó sobre la cara de Macron.

La mano no encuentra fronteras. Cada día inventa miles de gestos, a menudo contradictorios entre sí. Sirve para lanzar besos en la punta de los dedos, para decir adiós para siempre, para prevaricar, para especificar a quién pertenece un libro o una casa, para escribir un endecasílabo, borrarlo, abofetear en ‘Gilda’ a Rita Hayworth, a Richard Burton en ‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’, para cerrar un grifo abierto, pedir silencio, abrir una ventana, cazar y dejar escapar una mosca, firmar la paz, llamar a mamá.

Una mano lo cambia todo en un segundo. ¿Qué no se puede hacer con una simple mano? El poder es algo tan inmenso, y a veces abstracto, que cabe dentro de ella, y aún hay sitio para más. En el mismo sitio que todo el poder, cabría toda la pobreza. Otros días, sin embargo, no sabes qué hacer con esa mano capaz de rendir la vida a su influencia, como si fuese demasiado grande, torpe y aburrida para llevarla con uno, y la abandona en un bolsillo, como último recurso. Y en días aún más aciagos saluda al estilo nazi, mientras a lo mejor le quitas hierro al gesto con el argumento de solo es una mano estirada al final de un brazo levantado.

Las manos proporcionan inesperadas lecciones. Fabio Morábito explica en ‘El idioma materno’ que una vez tuvo un maestro que les leía a los alumnos cuentos mientras paseaba por la clase. Sostenía el libro abierto en la mano derecha y guardaba la izquierda en el bolsillo del pantalón. Solo la sacaba para cambiar la página y, aprovechando el gesto, propinar una colleja a alguien. «Su manera de sujetar el volumen con una mano, y ocultar la otra en el bolsillo, me hizo entender a carta cabal qué es un libro», escribe Morábito. La mano agazapada, al acecho, del aquel profesor, le descubrió de pronto cómo había que escribir siempre. Es decir, «bajo una constante amenaza física, en un pupitre incómodo, con la cabeza gacha y rogando por la eficacia de cada frase».

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