Opinión | Tribuna

Lo de grabar cintas

Hubo un tiempo en el que regalar música se alzaba como un acto indubitado de dedicación y ternura

Cintas de cassette.

Cintas de cassette. / l.o.

Ayer vi La ventaja de ser un marginado. Mucho tiempo atrás, uno fue joven y se reía de los horizontes. Sin embargo, hoy por hoy, nuestra mirada presente otea el porvenir y su imprecisión con una mezcla indeterminada de respecto, cautela y esperanza; a veces, en silencio, y otras recitando a Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!”.

Y si uno creía, allá cuando era niño, en la siempre positiva evolución del ser humano y las sociedades, bien es cierto que las recientes oscuridades imprevistas que traen consigo las pandemias, los volcanes, la gota fría, los terremotos, los apagones, las crisis económicas y las guerras constantes que parecen extenderse y perpetuarse en todo espacio y en todo tiempo no hacen más que apuntalar lo contrario: el futuro histórico no tiene por qué ser mejor que su presente.

Y es entonces cuando uno se sienta cabizbajo para anclar espiritualmente la esperanza del tiempo que nos reste y, con sonriente resignación, el mero pan de cada día; recordando detalles de antes que, si bien entonces parecían triviales, irrisorios e irrelevantes, hoy por hoy, por el contrario, se asoman desde los balcones del recuerdo como luces de una humanidad perdida.

Es por ello que, en estos tiempos de relaciones frágiles, de placeres de quita y pon, de cosificación de la persona, del todo vale, del doble rasero, de lo ancho para mí y de lo estrecho para ti, de la juventud quebrada y de la absoluta falta de trascendencia con la que nos impedimos, como los animales, mirar más allá, algunos recuerdos afloran sin permiso como luces en mitad de la sombra.

Sin ir más lejos, y esto es tan grandioso como simple, hubo un tiempo en el que regalar música se alzaba como un acto indubitado de dedicación y ternura: de nuevo, una vez más, descubrimos lo colosal de los pequeños gestos. No bastaba con enviar un enlace o compartir una lista de reproducción pulsando un botón. Personalizar y regalar una cinta de casete era un gesto cargado de paciencia y emoción. No había atajos. La música no estaba siempre al alcance de la mano ni flotando en la nube digital. En ocasiones, había que acecharla tras los matorrales de la radio para cazarla con habilidad, con el dedo en espera junto al botón de grabar y rogando a Dios que el locutor no interrumpiera el tema con algún chascarrillo. Quienes fuimos niños y adolescentes en aquella época sabemos bien de lo que hablo.

Pero ni el esfuerzo ni la dedicación terminaban ahí. Una vez pescadas las canciones, algunas de la radio, otras de algún casete original, se decidía el orden con el que se personalizaba la recopilación para que el fluir emocional fuera perfecto. Porque regalar una cinta era, en el fondo, contar una historia: la historia que queríamos compartir con esa persona especial.

La carátula, escrita a mano, era la rúbrica final de aquel regalo único en el que, siempre con la mejor caligrafía y con poco margen para el error, anotábamos los títulos de los temas y los artistas. Había quienes añadíamos dibujos, o algún mensaje personal: la última pincelada de un obsequio que no era sólo música, que estaba casi al alcance de cualquiera y que transmitía, sobre todo, un pedazo de nosotros mismos. Eran, verdaderamente, otros tiempos.

Y es por ello que, frente a lo instantáneo del presente, hoy elijo la lentitud de ayer, el fuego lento con el que se forjaban los pilares de esas relaciones casi eternas y a prueba de casi todo.

Porque lo de regalar cintas era más que un detalle: era una forma de decir “te conozco”, “me importas”, “quiero que escuches esto porque pretendo que te emocione”. Era, en definitiva, un lenguaje secreto que sólo entendían quienes estaban dispuestos a invertir tiempo y corazón en un regalo tan sencillo y a la vez tan complejo.

Pero, ¡ay!, como bien diría la señora de los Noldor frente al recuerdo nítido de lo que fue y la visión ineludible de lo que, definitivamente, se está desmoronando: “El mundo ha cambiado. Lo siento en el agua. Lo siento en la tierra. Lo huelo en el aire”. Mucho se perdió entonces, y pocos vivimos ahora para recordarlo

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