Opinión | Tribuna

Te estoy amando locamente

El amor nos permite incluso generar nuestra imagen a través la relación con el otro

Un hombre y una mujer en la intimidad.

Un hombre y una mujer en la intimidad. / l.o.

El amor es una forma de conocimiento, a veces un conocimiento carnal que sacude todo nuestro ser. En la Biblia (Lucas 1. 34-38) podemos encontrar claramente esta dimensión epistemológica, ligada al sentido de la tierra del pensamiento judeo-cristiano, en el pasaje de la Anunciación: «Entonces María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? Porque no conozco varón». El amor nos permite incluso generar nuestra imagen a través la relación con el otro, y es también un poderoso brebaje que nos invita a la inversión dionisiaca de lo apolíneo y visual, algo que requiere ser tocado, más que nada. No es de extrañar que poetas romanos como Catulo o el inmortal Publio Ovidio Nasón digan que el tacto es un requisito indispensable para el arte amatorio.

Y como afirma el filósofo Carlos Fernández Liria en Sexo y Filosofía. El significado del amor (Madrid, Akal, 2020) «hacer el amor» es, sin duda, «la aventura más impactante que todo el mundo ha afrontado alguna vez en su vida cotidiana». Antes de sumergirse en la fenomenología de esta experiencia a la que aluden la mayor parte de las canciones y no pocas obras literarias, el filósofo nos ofrece dos lúcidas citas: «El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Me pierdo y me recobro. Nos perdemos como personas y nos recobramos como sensaciones» (Octavio Paz); y «Amar es dar lo que no se tiene a quien no es» (Jacques Lacan). Es difícil superarlas.

Para Fernández Liria, la vida es una administración del tiempo y al hacer el amor se produce, precisamente, una suspensión de las ataduras de Cronos, una ingeniosa burla a un ser tan severo. Aunque es habitual escuchar a los amantes, afirmaciones como «quisiera que este instante fuera eterno», lo cierto es que, para muchos, esa eternidad dura muy poco (tres meses, según Les Luthiers). Es «un paréntesis que interrumpe por completo el curso vital –afirma Fernández Liria-, abriendo ahí un espacio lleno de alegría y de una enigmática felicidad». Tampoco se deja manipular políticamente. Además, el amor tiene un carácter «nouménico» (como la Verdad, la Justicia o la Belleza), no puede ser contextualizado como fenómeno –de modo cultural, tribal, social o económico-, y aun estando fuera del tiempo, irrumpe descaradamente en nuestras vidas. Y encima, es paradójico, pues los amantes viven la libertad más completa esclavizados por el deseo. «Libre te quiero, pero no mía», escribe Agustín García Calvo en uno de sus más celebrados poemas.

Por eso, el epicúreo Lucrecio se pregunta «¿cómo seguir viviendo y conservando la salud mental, después de haber conocido la locura?»: ante el amor, lo mejor es huir (o masturbarse, casarse con alguien de quien no se está enamorado, descargar la pasión en cualquier cuerpo) para no caer en la locura, en un frenesí destructivo. El mismo problema se planteaban Las Grecas en 1974 cuando cantaban: «Te estoy amando locamente/ Pero no sé cómo te lo voy a decir/ Quisiera que me comprendieras/ Y sin darte cuenta te alejas de mí/ Prefiero no pensar/ Prefiero no sufrir/ Lo que quiero es que me beses/ Recuerda que deseo tenerte muy cerca/ Pero sin darte cuenta te alejas de mí». Su alternativa está clara: frente al onanismo, apuestan por el beso y el nay, nananay, nananay, nananá, dejando a un lado las consideraciones de orden cognitivo para no sufrir. Recuerden: no hay que pensar, ni sufrir.

Si el amor es recíproco, el amado también es amante, y asistimos al «encuentro entre dos libertades» (el sexo tiene la ventaja de que puede ser compartido por más de dos agentes). Y el amante ama al amado tal y como es, aceptando todas sus particularidades, sin necesidad de cambiarlo, como si todavía estuviera en garantía. Por eso subraya Fernando Savater, que «no hay más amor que el romántico». Y el amor no nos separa del mundo, sino que es una ventana que se abre a la realidad y nos hace experimentar nuestra libertad.

El secreto de todo esto reside en el «deseo de fusión»: con el otro (Platón), o con la totalidad (Schelling, Hegel). En el «mito del andrógino» platónico o en la poesía de Fray Luis de León, se formula el deseo de restaurar la unidad perdida, de hacer uno de dos. Para Hegel, por su parte, «la verdadera esencia del amor consiste en renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad», y brota del deseo de fundirse con la totalidad, con lo absoluto, con la eternidad, con lo divino. Pero, como nos recuerda Fernández Liria, «no se trata de encontrar el amor en la vivencia de Dios, sino de encontrar a Dios recorriendo los contornos de un cuerpo», con todos sus detalles. Schelling apostilla: «El amor es una dependencia de independientes que, pudiendo existir por sí mismos, se niegan, sin embargo, a vivir el uno sin el otro». Por tanto, el amor se sostiene en una contradicción y parece aludir a una vinculación imposible. Es la fusión con todas las particularidades, sin sacrificarlas, sin destruirlas, reuniendo en la eternidad dos libertades. Aunque pienso que no hace falta llegar al extremo que cita el médico y filósofo florentino Marsilio Ficino: «Y que los amantes desean recibir en sí al amado todo entero, lo demostró Artemisa, mujer de Mausolo, rey de Caria, de la que se dice amó más allá del sentimiento humano a su marido, que redujo su cuerpo muerto a polvo y, disuelto en el agua, lo bebió». Las prestaciones de la ‘Thermomix’ de Artemisa debían de ser prodigiosas.

El ‘Epílogo’ de Sexo y Filosofía. El significado del amor es parte del magnífico libro del filósofo Santiago Alba Rico titulado ‘Leer con niños’ (2015). Santiago Alba es «uno de los grandes amores» de Carlos Fernández Liria («junto con el que he pensado casi todo desde que éramos adolescentes», dice). Allí se sostiene que el amor es inmoral, impolítico y materialista. Provoca la expulsión del Paraíso de Adán y Eva y genera la vergüenza de mirarse. Pero el amor es, a un tiempo, «pecado» y «milagro»: «A través del permiso para mirar, los enamorados producen dos ‘cosas’, frente a frente, que pueden contemplarse –y explorarse, penetrarse, medirse, desnudarse- recíprocamente». La relación de apropiación que se produce entre el sujeto y el objeto en la relación amorosa es desigual, desequilibrada, y podría derivar en abuso de poder y uso de la fuerza, pero «los enamorados que podrían devorarse, se acarician». Por otra parte, el amor es impolítico, porque transgrede los fundamentos mismos de cualquier contrato social y es imposible de democratizar («sólo dos pueden mirarse fijamente a los ojos»). Y resulta que también es materialista, puesto que el amante quiere que el amado tenga un cuerpo y que su carácter, que su inteligencia y espíritu, estén «encarnados».

En la presentación del libro de Sebastián Gámez Millán ‘Cuanto sé de Eros. Concepciones del Amor en la Poesía Hispanoamericana Contemporánea’ (2024) que tuvo lugar el jueves 29 de mayo en la Librería Isla Negra de Málaga, tuve ocasión de dialogar largo y tendido con el autor (el comisario Gámez, ¿se acuerdan?). Mi amigo Sebastián piensa que «el amor, al igual que la educación, no lo cura todo, pero es de las pocas medicinas para casi todos los males». Es la base de la educación sentimental y un remedio universal para las tensiones físicas y psíquicas que nos causan displacer e infelicidad, pero –paradójicamente- «no lo cura todo», entre otras cosas, porque no son mensurables ni la causa ni el efecto, y también porque a veces no queremos sanar e incluso queremos «morir de amor».

Mi escepticismo me impide confiar tanto en las teorías sobre la risa como en las conceptualizaciones del amor que han seguido a la de Ovidio. Yo prefiero la ostensión, el amor mostrado: señalar con decisión a Carmen, con quien comparto la vida de los afectos desde hace cuarenta y tres años, y afirmar al mismo tiempo: «esto es el amor» y «somos mucho más que dos», como escribiera Mario Benedetti en 1974. Pues, como reza la rumba ‘Me quedo contigo’ interpretada por Los Chunguitos (1980): «Si me das a elegir/ entre tú y tus ideas/ que yo sin ellas soy un hombre perdido, ay amor, / me quedo contigo».

Si el amor nos salva, será capaz de combatir el miedo y la angustia frente a la muerte, y si esto es así, tendremos que perseguir como objetivo prioritario de nuestras vidas «hacer el amor». En el caso de que el amor no nos salve, por su incapacidad a la hora de curar todos los males y dar un sentido pleno a nuestra existencia, no es por ello una empresa desdeñable, al menos como lenitivo, y si esto es así, deberemos «hacer el amor». Según Platón (El banquete, 178 c): «Lo que, en efecto, debe guiar durante toda su vida a los hombres que tengan la intención de vivir honestamente, esto, ni el parentesco, ni los hombres, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa son capaces de infundirlo tan bien como el amor». Ya saben cuál es la conclusión de este dilema: «hay que hacer el amor».

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