Opinión | El ruido y la furia
Casa tomada
Piensan que están en un complejo vacacional porque han pagado a precio de oro unos días en un apartamento turístico

Candado guarda llaves de un piso turístico, en el Centro de Málaga. / ÁLEX ZEA
Le tomo prestado el título a Julio Cortázar, espero que no me lo tenga en cuenta, pero es difícil encontrar uno mejor para expresar el sentimiento que a muchos nos embarga cuando empieza la temporada turística y vemos nuestras casas invadidas por hordas de gente que, en vez de visitarnos (con lo que eso tiene de amable, de amigable y de intercambio de culturas) nos invade (con lo que eso tiene de violento).
Muy temprano aún, apenas con la primera luz de la mañana, desde la terraza contemplo el devenir geométrico de los vencejos, el descaro de los mirlos y la insaciable prisa de los gorriones. Tengo un café, varios periódicos y el tiempo necesario para disfrutarlos. Y de pronto… Deben tener entre sesenta y setenta años. Deambulan en bañador él y en bikini ella, descalzos los dos. Han bajado así en el ascensor, cruzado todos los pasillos del edificio y el trozo de jardín que hay que atravesar para llegar a la piscina. Están en mi casa, pero ellos piensan que están en un complejo vacacional porque han pagado a precio de oro unos días en un apartamento turístico, así que tienen derecho a ir en cueros, a hablar a voces en las terrazas hasta la madrugada, a dejar a sus hijos gritar durante horas en los jardines y en la piscina. Al fin y al cabo, han pagado.
Viene a decir Jesús Bienvenido en ‘Las ratas’, su maravillosa comparsa, que nos hemos convertido en eso, en las ratas que estorban en nuestras propias ciudades, convertidas en parque temático vacacional, vendidas a trozos para esa gente que viene unos días a ser y hacer lo que no pueden ser y hacer en sus lugares de origen. Porque habría que preguntarse si ese señor cincuentón, cuando está en su casa de Madrid, o de Huesca, o de Liverpool, para ir a la piscina más cercana a darse un chapuzón se va sin más ropa que el bañador, como sí va por las calles de mi ciudad hasta llegar a la playa, aunque el paseo sea de quinientos metros.
«Lo que para ti es solo un trozo de ciudad cualquiera/ un capricho caro/ un antojo/ para mí es mi barrio», cantan ‘Las ratas’ en una preciosa cuarteta. Esa es, en esencia, la cuestión. Las autoridades no me permiten convertir mi vivienda en una carnicería, por ejemplo, y vender allí chuletas, o en una pescadería y despachar boquerones. Tampoco me permite alquilar mi coche a quien me dé la gana para que se dé una vuelta con él. Pero sí permite que la gente convierta los pisos en instalaciones turísticas cuya convivencia con el uso residencial, que es el lógico y natural, es incompatible. Y, además, disparan el precio de los alquileres, si es que queda algo que alquilar para los residentes. Y no tenemos otro remedio que soportarlo y, cuando nos cruzamos con ellos en el ascensor, apretándonos contra la pared para no rozar su piel desnuda y pisar el charco de agua que dejan en el suelo, mascullar entre dientes: «invasores».
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