Opinión | Mirando al abismo
Podría ser cualquiera
La muerte lo elige sin preguntar. No distingue entre inocentes y culpables, entre justos y tiranos

Llegada de los restos de Antonio Ramos a la Comisaría Provincial.
El mundo sigue girando, indiferente. Los titulares se suceden, las tragedias se acumulan, y nosotros, desde la comodidad de nuestras pantallas, las consumimos como quien degusta un café amargo: con un gesto de disgusto, pero sin dejar de beber. Hoy hablamos de él, del policía nacional que murió por el simple hecho de estar ahí, en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Podría haber sido cualquiera. Podría haber sido yo. Podría haber sido usted.
No era un héroe de película, ni un personaje de novela. Era un hombre con uniforme, un funcionario más en la maquinaria del Estado, uno de esos a los que criticamos cuando nos multan por exceso de velocidad o nos piden documentos en una calle mal iluminada. Pero hoy, nos recuerda algo incómodo: sin ellos, sin esa línea frágil entre el orden y el caos, estaríamos a merced de la ley del más fuerte.
La muerte lo elige sin preguntar. No distingue entre inocentes y culpables, entre justos y tiranos. Los atracadores que lo mataron no lo conocían, no tenían rencor contra él. Solo querían dinero, solo querían huir. Y en su huida, una vida se apagó. Así de simple, así de absurdo.
¿Cuántas veces hemos pasado por una calle oscura sintiendo ese alivio al ver el reflejo azul de un coche patrulla? ¿Cuántas veces hemos maldecido su presencia cuando nos paraban para un control rutinario? La paradoja es cruel: necesitamos a quienes a veces detestamos, porque son la única barrera que separa nuestra frágil normalidad del abismo.
Vivimos en una época de desconfianza generalizada. Las redes sociales nos han convertido en fiscales instantáneos, juzgando cada actuación policial con la frialdad de quien nunca ha tenido que tomar una decisión en medio del peligro. Sí, hay abusos. Sí, hay que exigir transparencia. Pero también hay hombres y mujeres que se ponen un chaleco antibalas cada mañana sin saber si volverán a casa.
Pero nadie quiere vivir en un mundo donde los ladrones deciden quién vive y quién muere, donde la justicia la imparte el que lleva la pistola más grande.
Lo más peligroso no son los criminales, sino la indiferencia de los buenos. Esa que nos hace bajar la mirada cuando vemos algo sospechoso, esa que nos lleva a pensar «a mí no me afecta». Pero hoy le ha tocado a él. Mañana podría ser al tendero de la esquina, al repartidor que pasa a las tantas de la noche, al estudiante que vuelve de fiesta.
La sociedad no se sostiene solo con buenas intenciones. Se necesita ley, se necesita, aunque duela admitirlo, fuerza. Porque el mal no negocia, no razona. Y cuando llega, no pide permiso.
La próxima vez que veamos a un agente en la calle, quizá deberíamos recordar que ellos también son mortales. Que su uniforme no los hace invencibles, solo responsables. Y que, en el fondo, su existencia es lo único que evita que la noche y el frío se lleven todo a su paso.
El mundo sigue girando, sí. Pero hoy, un poco más destemplado.
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