Opinión | Mis días marinos

Reflexiones insomnes sobre un mundo en combustión

El hombre de 48 años ya está sepultado, aunque es posible que queden algunas gotas de su sangre en la autopista de la Costa del Sol y millones de lágrimas por derramar en lo que hasta ayer era un hogar más o menos feliz y hoy solo es una casa

Reflexiones insomnes sobre un mundo en combustión

Reflexiones insomnes sobre un mundo en combustión

Son las cinco de la mañana. No puedo dormir. Pienso en la familia del policía muerto anoche. Me vienen mil cosas a la cabeza. Doy vueltas en la cama. Me pongo a escribir en el propio móvil... Ábrelo bien. Es un vídeo. La Policía Nacional canta ‘La muerte no es el final’ al cadáver del policía que volvía a casa, donde le esperaban dos hijos, su mujer y con sus 48 años a cuestas. Y no llegaría nunca porque tres hijos de perra albaneses, que venían de atracar una farmacia, le embistieron de frente a 200 Kms por hora. Tres niños, como los que quieren meter en el Olivar, niños jugando a atracar farmacias. La muerte sí es el final, maldito Schengen, que le expliquen ahora a esos hijos las grandezas de la Europa abierta, esa que me contaba Juan Titos en su inmensa humanidad, que habían traído lanzallamas a la Palmilla y ni los clanes gitanos tenían redaños de enfrentarse a las bandas del Este, esas que entraron en nuestro pequeño mundo como un tsunami después de las guerras balcánicas, que la gente ya no sabe ni lo que eran. Gentes semisalvajes de las agrestes montañas albanesas, cuando uno era un idiota con acné que escuchaba Radio Tirana, en un armatoste Zenith que tu padre te regalaba por Navidad, mientras uno solo quería escuchar la Pirenaica, La Habana, Radio Moscú y le parecía que La Voz de América que emitía para el Este era tan fascista como Ezra Pound transmitiendo desde Roma cuando Mussolini, ese ídolo de masas de Piazza Venezia que arengaba a delirantes multitudes brazo en alto, facceta nera en Abisinia, Adis Abeba y el Muro de Berlín aún estaba en pie, ese que Juan Pablo II derribó con un crucifijo a modo de martillo pilón, el Muro que Fukuyama consideró el final de la Historia, sobre todo para el policía que anoche no llegó a su casa, porque tres hijos de perra le esperaban en el sentido contrario de la autopista, y uno a las cinco y media de la mañana no consigue dormir pensando en esa familia y se pone a escribir compulsivamente en el wsp de Berta, que se parte la cara como Olivia, defendiendo lo que un grupo de «fascistas indecentes» han construido con su trabajo de vidas de investigación y esfuerzo, salvando vidas ajenas de corazones maltrechos, porque a esos niños y niñas hay que colocarlos allí, con comisión incluida y en un hogar decente una mujer y dos hijos se encuentran arrasados por el dolor que siempre es imprevisto, inesperado, que llega sin avisar y destruye para siempre el posible sueño de unas vacaciones de verano en algún lugar que ellos no saben ubicar en un mapa, pero que en la agencia, les han dicho que las piscinas están llenas de zumos tropicales, mientras en la Conferencia de Presidentes - hasta el nombre es ridículo, miserable y abyecto - siguen peleando en cuál de los idiomitas tribales de esto que antes se llamaba España van a hablar entre ellos en defensa de la pasta, porque no hay ideas, ni proyecto, ni deseo de una Patria común, porque la pasta es lo único que importa en este mundo, de Leires, Abalos, Koldos y otras especies cuya existencia desconocíamos y mucho menos que eran quienes dominaban nuestras pobres vidas, en el que la gente viste trapos, habla de una tal Melody, y un hombre de 48 años está despanzurrado en una autopista con los sueños machacados y en Washington una pandilla de atracadores pederastas se reparten el mundo a golpes del más feroz capitalismo que vieron los siglos y uno tiene que adaptarse a los tiempos y recoger un disco duro, que no sé lo que es, ni le importa, porque hay que guardar la memoria de la ignominia, para transmitirla a los niños y niñas que los ignorantes sinvergüenzas que nos dominan consideran que vivimos en el mejor de los mundos, cuando la gente ha muerto sola, como siempre - Dios mío, qué solos se quedan los muertos- a millones por un bicho chino, con el recuerdo de algo llamado pangolín, que desconocemos, porque a ver quien es el guapo que se atreve a pedir explicaciones a la repulsiva China, la que está infectando el mundo con sus residuos industriales de la fabricación de cosas que se rompen a la semana de comprarlos, y el hombre de 48 años sigue desventrado en la autopista, símbolo del mejor de los mundos y un camarero Jesús te cuenta que la noche del apagón, volvía a su casa solo por la boca del lobo de calle Compañía a oscuras total, y nadie nos explica qué pasó aquel día, ni la gente pregunta mientras hace la declaración de la renta - porqué hay que pagar impuestos a un Estado que nos trata como a ovejas o gallinas - y la vida - qué diablos es esto de la vida - sigue adelante, por decir algo, al paso aburrido y desganado de un país, un pueblo, unas gentes, que han perdido cualquier ilusión, y ya nada importa, ni interesa, ni tiene sentido, nada, porque la muerte de un hombre carece hasta de trascendencia, y el asco de un emoji que vomita domina la escena y a lo mejor un bendito loco eremita como Oliver Laxe ha dado en el clavo en la Palma de Oro de Cannes, porque la muerte sí es el final, porque las urnas legitiman cualquier disparate, porque la democracia no es votar a unos individuos para que nos traten como a idiotas y no se nos diga qué está pasando en un mundo que adoraba a un Papa con buenas intenciones, pero inculto, al que veneran los increyentes, porque llevaba zapatos viejos, un Papa de gestos populistas, que abrazó al monstruo caribeño cuyo nombre no pronuncio, ese mismo monstruo que imperaba sobre un pueblo degradado en su miseria moral de entregar a sus niñas y niños - estos sí - a degenerados canadienses ochenteros como Alfredo Taján y yo hemos visto hacer en un restaurante de La Habana, la misma noche en que el Consejo de la Revolución aprobaba el fusilamiento al amanecer de dos chicos - estos sí - que habían secuestrado la barcaza que une La Habana Vieja con Regla, para intentar llegar al falso paraíso color rosa chicle en que Versace, ese espanto de mal gusto, iba a ser asesinado por un chulo en el mundo libre, el sexo por todas partes y los políticos declarando guerras en ese idioma universal llamado bable, y el hombre de 48 años es conducido por sus compañeros a golpe de lágrimas cantando que la muerte no es el final, cuando ya todos sabemos que sí lo es. Incluso aquí mismo, a este lado del espejo, vivimos una vida que no es vida, mientras el Rey va a La Palma, a decirles a los pastueños palmeros que esperen al cielo, que allí comerán pan, porque el que tiene que decírselo ni puede, ni quiere, ni se atreve a hacerlo años después del volcán, que ya presentía el corazón de las tinieblas, el horror, la desidia, el aburrimiento cósmico, la belleza de las jacarandas que se pudren y nos molestan, porque ya la belleza no tiene sentido, porque ya ni la muerte de un hombre de 48 años impresiona, al fin y al cabo era policía y eso está previsto en su vida profesional, porque la muerte y la injusticia sólo importan en función de la raza, la religión y el color de piel de los muertos, o mortibles, porque así lo han decidido los burócratas de Bruselas y la laca de Úrsula, la prensa que nadie lee y los tertulianos de media hora. Esos mismos que hablan de León XIII y la Rerum novarum, pensando que conectaba con los falansterios, o Marx, cuando solo era una denuncia de la injusticia , que no es poco, ignorantes de que Juan XXIII puso el mundo bocabajo desde la silla gestatoria, los sediarios y los flambelos faraonicos, porque seguramente no tuvo tiempo de pensar en el color de los zapatos, porque estaba destapando la olla que llevaba dos mil años tapada, y también ignoran que Pablo VI, el amigo de Aldo Moro asesinado por quien todos supimos, era un hombre seco, distante, intelectual profundo, cardenal arzobispo de Milán, que vivía en el Palacio Visconti, porque las verdaderas revoluciones se hacen desde los palacios, nunca perdonó a Franco, ni se abrazó a él cuando los fusilamientos de otros jóvenes, que sí tenían sangre en sus manos, mientras Mary Quant descubría las piernas de las mujeres en Occidente - todavía hay cientos de millones tapadas por una religión de paz - y los Herman’s Hermits pronunciaban aquello de « there’s a kind of hushhhhhh all over the world tonight» y en España «el parte» terminaba con aquella hermosa marcha del Oriamendi, de la que por cierto nació ETA desde las sacristías de las entonces Vascongadas, hoy Euskalerria. El hombre de 48 años ya está sepultado, aunque es posible que queden algunas gotas de su sangre en la autopista de la Costa del Sol y millones de lágrimas por derramar en lo que hasta ayer era un hogar más o menos feliz y hoy solo es una casa. Y ya sabemos que una casa no es un hogar.

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