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La Virgen no es tu colega: sobre la banalización de lo sagrado
Esto no va de quién es más católico. Esto va de respeto. De tener categoría. De entender que lo sagrado no se manosea

La Virgen no es tu colega: sobre la banalización de lo sagrado | LA VIDA MODERNA MERMA
La Virgen no es Lady Gaga. Ni tu amiga de Instagram. Ni una diva valiente y poderosa de la tele a la que se idolatra un día y se parodia al siguiente. La Virgen María, para quienes tenemos una visión religiosa —y, desde luego, para quienes forman parte del mundo cofrade— es imagen sacralizada, símbolo de devoción, referencia espiritual y, en muchos casos, también obra de arte.
No es una broma. No es un juego. No es una excusa para el chiste. Y, por supuesto, no es un personaje de memes. -Salvo que tu madre que te trajo al mundo sí lo sea y ahí se entendería todo-. La realidad, sin embargo, es de difícil digestión en ocasiones. En Málaga y en otras muchas ciudades andaluzas, hace ya tiempo que asistimos a un fenómeno tan curioso como alarmante: la banalización sistemática de lo sagrado. No por parte de quienes lo detestan, que al menos no esconden su desprecio. Sino de quienes supuestamente lo aman: cofrades, devotos, seguidores de hermandades, diseñadores de carteles y elaboradores de aleluyas, esos papelillos efímeros que se lanzan desde los balcones con ocasión festiva. Y no se trata de una crítica anacrónica. No se pretende pedir solemnidad decimonónica ni rituales inmutables. Pero hay una línea entre lo popular y lo grotesco, entre lo cercano y lo vulgar, entre el fervor y el esperpento. Y esa línea, hace ya tiempo que algunos la cruzaron.
No es nuevo. Desde hace años, hay quien se refiere a la Virgen de la Concepción como La Concha, a la del Rosario como La Charo o a la Virgen del Rocío simplemente como La Rocío. Y en una muestra aparente de afecto, se lanzan gritos a las imágenes durante las procesiones con expresiones chuscas, barriobajeras, incluso soeces. Una exaltación que, en lugar de mostrar devoción, revela una pobreza de espíritu que ni siquiera se percata del daño que inflige. No se trata de defender una religiosidad acartonada. No se trata de exigir que todos sean monjes cartujos. Pero sí de reclamar un mínimo de respeto. Porque si tú no respetas lo sagrado, ¿qué queda entonces? Y que nadie diga que esto es cosa de beatos. No es una cuestión de moralina ni de inquisición. Es una cuestión de estética, de decencia y, en última instancia, de educación.
Las imágenes religiosas, por definición, no son -solamente- meros trozos de madera. Son esculturas —algunas, verdaderas obras maestras— que han sido sacralizadas por la fe popular y el rito cristiano. Son el rostro visible de lo invisible. Y como tales, merecen un trato a la altura. No son muñecas de trapo ni carteles de discoteca. En estos tiempos de sobreexposición digital, redes sociales y omnipresencia del meme, se hace más urgente que nunca recordar la dignidad de lo sagrado. Porque no todo vale. No todo es chascarrillo. No todo es iconografía posmoderna.
El último grito es utilizar los elementos del colectivo LGTBIQ+ como excusa para tunear digitalmente a la Virgen con estilismos dignos de una drag queen de after. No para reclamar derechos (lo cual sería más que legítimo), sino para hacer el payaso, para juguetear con símbolos que no son tuyos sino de todos. Lo mismo ocurre cuando se usa la bandera de España para hacer merchandising político. Si no entiendes el símbolo, no lo uses.
Lo más grave no es que esto ocurra. Es que ocurre desde dentro. Desde personas que se dicen cofrades. Desde supuestos católicos que han perdido el norte. Desde diseñadores que se piensan genios cuando no pasan de horteras de cuarta. Desde creadores de contenido que se creen graciosos mientras profanan lo que dicen venerar con el claro convencimiento de que así son modernos sin darse cuenta de lo que son es unos majarones. El lenguaje de hoy nos delata: «profe», «bro». ¿Cómo vas a respetar lo que no nombras con respeto? ¿Cómo vas a venerar si tu forma de dirigirte es la de quien vacila en una discoteca? Y si ya no se respeta a la madre de la tierra —la que te ve, te cuida y convive contigo—, ¿cómo vas a respetar a la del cielo?
Antes se decía que para hablar de tu padre o de tu madre debías lavarte la boca con jabón. Hoy parece que cualquier cosa puede ser objeto de escarnio o de chanza. Y eso, por mucho que se disfrace de modernidad o de disidencia creativa, no es más que una profunda falta de modales.
No se trata de excluir a nadie. Pero sí de marcar líneas claras. Hay quienes creen que esto es cosa de «talibanes de la fe». No lo es. Es simplemente cuestión de coherencia. O se cree o no se cree. O se venera o se parodia. Pero ambas cosas a la vez no. Y sí, puedes tener tres másteres, nueve idiomas y ser CEO de una startup. Pero si eres incapaz de entender la diferencia entre la devoción y la parodia, entonces no has entendido nada. Eres un analfabeto espiritual. Y no basta con presumir de ser «católico cultural» si a la primera oportunidad haces el ridículo. Cristo no era mediocre. No estaba del lado de los burdos ni de los corrientes ni de los chabacanos. Su mensaje fue radical en lo moral y profundo en lo humano. Todo lo contrario al exhibicionismo irreverente de quienes creen que amar a la Virgen es convertirla en una excusa para su ego.
Además, que nadie confunda lo que aquí se denuncia con la algarabía y la soltura que en el sur de España tenemos para manifestar nuestra devoción. Eso es algo estupendo, sano y maravilloso. Un cante frente a la Yedra de Jerez, unos vivas que salen del alma de manera natural o una petalada que inunda de flores el paso de una Virgen son expresiones genuinas de una religiosidad popular profundamente enraizada en lo andaluz. Ahí no hay vulgaridad, sino arte y corazón. Pero esto no va de eso. Aquí hablamos de chavales haciendo el ridículo, usando de manera irreverente las imágenes de culto y demostrando, una vez más, que el futuro, en manos de gente así, está más que perdido. En la frivolidad está el enemigo. Y el enemigo está, precisamente, frente al espejo de los cofrades.
Esto no va de quién es más católico. Esto va de respeto. De tener categoría. De entender que lo sagrado no se manosea. Y que, si no eres capaz de entenderlo, lo más decente es que des un paso atrás. Porque no es una cuestión de estética. Es una cuestión de alma. Así que no, la Virgen no es tu colega. No es tu «jefa», ni tu musa de TikTok. Es la Virgen. Y si la amas de verdad, empieza por respetarla.
«In medio virtus…».
Viva Málaga.
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