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Opinión | Las cuentas de la vida

Cuando los ingenieros sueñan con imperios

Los propios fracasos chinos demuestran que ni siquiera el paraíso de los ingenieros sabe escapar de las contradicciones inherentes al desarrollo económico moderno

Armamento chino.

Armamento chino. / EFE

Desde hace algún tiempo, Dan Wang ha iluminado con su newsletter anual el curso político y económico de la China actual. A través de estas cartas –sólo una al año– podía hablar de ópera y de cocina regional asiática, de viajes en bicicleta y de su lectura de Proust. En el fondo, siempre, la preocupación por el futuro de dos potencias: una en construcción, China, y otra establecida a lo largo del siglo XX como depositaria de la civilización occidental, América. Dos miradas que reflejan dos mundos no necesariamente antagónicos, pero sí extraños entre sí y observándose a la vez con un temor no disimulado.

Este verano, Dan Wang ha publicado Breakneck: China’s Quest to Engineer the Future, un brillante ensayo que se anuncia como el gran libro sobre nuestro escenario geopolítico. Su tesis, elegante en su simplicidad teórica, mira tanto hacia el pasado (Europa, Estados Unidos) como hacia el futuro. Por un lado, Occidente, construido desde las leyes y bajo un prisma ético y moral que buscaba los contrapesos del poder. Es la democracia y las libertades, pero también los excesos regulatorios, la parálisis judicial y lo que algunos denominan la «esclerosis burocrática». Por otro lado, la China comunista, que se despliega a partir de Deng Xiaoping como lo opuesto a una nación de juristas. Sus elites son ingenieros obsesionados con dotar de eficiencia y velocidad al sistema. Infraestructuras vanguardistas, industria manufacturera, ciencia y economía de escala constituyen algunas de sus marcas visibles. El control social (situado en el corazón mismo del comunismo autoritario) sería otra de sus señas de identidad. Todo sirve para la ambición imperial.

Esta mirada no dista mucho de la que tienen los hombres más ricos del mundo. Según Peter Thiel, Europa representa sencillamente un Ancien Régime que ha sido eclipsado ya por la modernidad. Desde una perspectiva ideológica más cercana al Partido Demócrata, Bill Gates ha sugerido en varias entrevistas que la solución del hambre en el mundo exige respuestas no muy distintas a un parche informático. Ha dedicado buena parte del dinero de su fundación a este noble empeño.

No deja de ser revelador que Wang comparta esta fascinación tecnocrática con las élites de Silicon Valley. Todos ellos creen –o parecen creer– que la complejidad social puede ser hackeada. Pero los propios fracasos chinos (de las ciudades fantasma a la crisis inmobiliaria actual, pasando por los desastres ambientales) demuestran que ni siquiera el paraíso de los ingenieros sabe escapar de las contradicciones inherentes al desarrollo económico moderno.

El libro de Wang ha recibido por ello mismo algunas críticas negativas. ¿Hasta qué punto el explosivo crecimiento chino se debe, en buena parte, al paso acelerado de una economía del tercer mundo a otra que ocupa su lugar en el primero? ¿Será capaz Pekín de mantener este ritmo a medida que los ingenieros descubran que la complejidad de lo social no responde exactamente a lo que ellos esperaban? La pregunta no es retórica. Platón lo supo ver hace milenios: si dos hombres discuten sobre la longitud de una mesa, simplemente pueden medirla; pero si debaten sobre el sentido del bien o del mal, sobre la belleza o la identidad, muy pronto descubrirán que ninguna regla definitiva acude en su ayuda. Aquí se pone en juego lo exclusivamente humano.

Estados Unidos y China se desafiarán en el futuro. De hecho, ya lo hacen. Libros como el de Wang nos sitúan frente a un espejo que nos ayuda a entender qué hacemos bien y qué hacemos mal.

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