Opinión | El ruido y la furia
Campanas
Mi maestro me aconsejaba que, para ser leído, convenía poner oído a las conversaciones de la calle

Un campanario. / l.o.
Sonaron las campanas de una iglesia cercana. Era aún temprano, muy de mañana. Eran, las campanas, señales horarias pero también llamada a una misa temprana. Aunque ya no se tañen los bronces como en las columnas de Álvaro Cunqueiro, cuando «tocaban las campanas para la misa de once, y las señoras, con sus pelerinas, bajaban por la calle principal», en esta orilla primera del Atlántico (el océano nace, para mí, allí donde lo vi por vez primera, en esa orilla en la que el Guadalquivir se hace a la mar) siguen sonando a primeras horas para convocar a los fieles. Alguien, en la barra del bar donde me desperezaba el café primero, comentó: «pues están diciendo que van a prohibir que se toquen tan temprano porque se están quejando los turistas», y otro respondió: «peor será cuando cinco veces al día el muecín llame a la oración, eso sí que no tendrá arreglo». Me quedé estupefacto.
Mi maestro me aconsejaba que, para ser leído, convenía poner oído a las conversaciones de la calle y escribir después sobre lo que habla la gente, así que le hice caso una vez más y presté atención. No era difícil. El tipo había cogido carrerilla y no estaba dispuesto a parar. Aunque la tomó con el parroquiano que tenía al lado, a quien parecía conocer, alzó la voz lo suficiente para que lo escuchásemos todos y espetó: «¿tú quieres ver a tu hija con un burka? ¿Tú quieres que tenga que casarse a los nueve años? Porque eso es lo que viene. Te estoy advirtiendo y ya ves, a mí me da lo mismo, yo no tengo hijos, ni nietos, pero tú sí, y los vas a ver así, rezando a Alá. Lo que hay que hacer es darle mucho jamón a todos los que llegan en patera».
Había dejado de vibrar el eco de las campanas, se hizo un hondo silencio. El tipo apuró su café y salió del bar con esa sonrisa terrible que tienen los que saben, los enterados, los que están en el ajo y no tienen ninguna duda. Me recorrió la espalda un escalofrío de miedo, lo reconozco, porque en ese momento supe lo que está por venir, lo que acaso ha llegado ya y está creciendo, haciéndose tan grande que pronto no habrá forma de pararlo. Y aunque en ese mismo momento en Egipto se sentaban, frente a frente, terroristas y genocidas, y el mundo parecía querer dar una oportunidad a la esperanza, a mí me quedaron muy pocas dudas de hacía donde nos dirigimos, cuál será el destino, qué podemos esperar del futuro. Que nadie pregunte por quién doblan las campanas. Como en el poema de John Donne, doblan por ti.
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