Opinión | Lavidamoderna merma
El milagro de la calle Cristo
El milagro de la calle Cristo no es que sobrevivan las tiendas. Es que todavía haya quien crea que merece la pena pelear por ellas. Que en Málaga aún haya gente que no se conforma con ser un número en una nómina pública ni un tuitero indignado

Imagen en blanco y negro de la calle Cristo de la Epidemia, hace varias décadas. / L. O.
La semana pasada escribía sobre el drama que algunos montaron porque iban a abrir un McDonald’s en el barrio de la Trinidad. Un drama, sí, de manual. El llanto colectivo porque donde antes había un bar de los de toda la vida, de esos que huelen a fritura, vino y serrín, ahora habrá una hamburguesería de cadena rápida. La tragedia moderna. Pero nadie parece recordar que ese bar cerró porque su dueño se jubiló, o porque ya no era rentable, o simplemente porque nadie quiso coger el testigo. Nadie apostó. Nadie arriesgó. Y claro, cuando no hay quien arriesgue, la vida pone lo que haya: una multinacional, una franquicia o un cartel de ‘Se vende’.
La vida también va de eso: de apostar. De arriesgar. De perder y de ganar. Pero sobre todo, de intentarlo. Vivimos en una sociedad en la que la queja es de obligado cumplimiento. Todo el mundo se lamenta, pero pocos mueven un dedo. Y luego están los que sí hacen algo: los que persiguen su sueño, que no siempre es montar un negocio o inventar algo nuevo, sino algo tan simple como aprobar una oposición y conseguir el puesto de funcionario. Funcionarios felices porque, aunque ganen poco y hagan un trabajo gris, lo hacen con la seguridad de que nadie los moverá de ahí ni con un terremoto. Son los que viven en la zona de confort definitiva: el sueldo fijo, el horario fijo y la vida fija.
Pero hay otra cara de la moneda. Una cara luminosa, valiente y rara. Y está, por ejemplo, en la calle Cristo de la Epidemia. Ese rincón popular junto al barrio de la Victoria -porque no son la misma cosa aunque la gente diga lo contrario- donde parece que todavía corre por las venas algo de ambición buena. Algo de nervio. Algo de coraje. Allí, mientras muchos siguen lamentándose de que «ya no hay tiendas de barrio», hay gente que decide abrirlas. Y mantenerlas. Y darles vida.
Desde la esquina de la Plaza de los Monos, donde durante décadas estuvo la carnicería Robles, hay un ejemplo que me alegró mucho. Cerró por jubilación, como tantas otras. Pero apenas un cuarto de hora después, ya había alguien dentro, pintando, limpiando y volviendo a subir la persiana. Una nueva vida para el local y para quienes lo trabajan. Gente que no espera que el mundo cambie, sino que decide cambiar su trozo de mundo.
Un poco más allá sigue resistiendo la Copistería Palop, que aguanta con su negocio en un tiempo en el que las grandes cadenas y las impresoras domésticas deberían haberla borrado del mapa. Pero ahí siguen. Y cerca de allí, una mujer decidió abrir una tienda de papeles con libretas diseñadas por ella misma, papeles cuidados, estética preciosa. Y ahí sigue, creando, inventando, resistiendo. Sin miedo.
Y más arriba, otro capítulo de este milagro cotidiano: el Caracol, esa cafetería mítica de la zona que anunció su cierre hace unos meses. Duró cerrado lo que un suspiro. Al poco tiempo, otra familia joven decidió echarle valor y reabrirlo. Lo fácil habría sido dejarlo morir o poner un cartel de alquiler y esperar. Pero no. Decidieron apostar.
Gente joven, sí. Gente que podría estar tirada en un banco comiendo pipas, o encadenando subsidios, o estudiando en una academia para aprender a sellar papeles y tener un trabajo «para toda la vida». Pero no. Gente que prefiere jugársela, invertir lo poco que tiene y trabajar doce horas al día por su cuenta. Gente que entiende que el riesgo no es enemigo del bienestar, sino su semilla.
Eso, y no otra cosa, es vivir. Esa es la batalla buena. La que te mantiene despierto, la que te hace sentir que formas parte de algo real. Hay mucha gente floja, sí, pero Calle Cristo es el ejemplo de que todavía hay quienes no se rinden, quienes se levantan temprano y quienes creen que la vida puede ser más que sobrevivir.
Yo me quedo con esa gente. Con Joaquín de Nerva, que ha convertido su bar en un punto elegante y con clase en medio del barrio. Con la familia de la Charcutería y Carnicería París, que sigue cortando Jamón Cocido pero también te prepara unas bandejas espectaculares, creando ideas y ofreciendo cosas buenas con las que seguir creciendo. O con la tienda de plantas que resiste entre Chinos y tiendas de moviles. Y, por supuesto, con Tejeros, en lo más alto de la zona, que continúa apostando por su obrador en una época en la que todo está caro y complicado, pero donde todavía entran los ecos del barrio de la Victoria por la ventana y seguro que consigue que todos sus Dulces estén más buenos.
Quizás el agua de la calle Cristo tenga algo distinto. Tal vez esté mezclada con un poco de ambición, de esfuerzo y de buena locura. Porque allí, toda esa gente no se lamenta, no protesta en redes, no firma manifiestos contra la modernidad. Allí la gente trabaja. Levanta la persiana. Se mancha las manos. Paga nóminas, IVA y multas de Hacienda. Y aun así sonríe, porque sabe que la vida —la de verdad— está en eso.
El milagro de la calle Cristo no es que sobrevivan las tiendas. Es que todavía haya quien crea que merece la pena pelear por ellas. Que en Málaga aún haya gente que no se conforma con ser un número en una nómina pública ni un tuitero indignado. Gente valiente de verdad. La que hace ciudad, la que da alma a los barrios, la que mantiene viva la ciudad que queremos seguir reconociendo cuando pase el tiempo. La que ha conseguido que, a pocos pasos del centro, no te sientas un turista sino un malagueño con raíces. Allí no hay café de especialidad ni cookies. Hay Tejeringos, hay Molletes con Jamón del bueno, Tío Pepe muy frío, Locas y Camperos. Hay nivel. Hay venta de antigüedades y Lavanderías con túnicas de las cofradías del barrio siempre dando vueltas. Gloria bendita en una vía única.
Igual deberíamos todos beber del agua de la calle Cristo. A lo mejor habría menos quejas, menos subsidios y más locales abiertos. Porque al final, el milagro no está en la calle. Está en la gente que la hace vivir.
Viva Málaga.
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