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Opinión | Mirando al abismo

Repartir la culpa

Vivimos en una era de malestar perpetuo. Una sensación de inestabilidad política, social y económica se ha instalado en nuestro día a día como un ruido de fondo que no cesa, y lo más preocupante es que no le vemos el final. Las crisis se solapan, las soluciones brillan por su ausencia y, como sociedad, nuestra respuesta parece ser un refugio en la queja estéril y una creciente infantilización. Hemos perdido el espíritu de lucha que forjó derechos y bienestar, cambiándolo por un resignado lamento en las redes sociales.

En este caldo de cultivo de frustración, un discurso ha encontrado un terreno fértil para echar raíces: el que señala a la inmigración como el origen único de todos nuestros males. Es un relato simple, cómodo y peligrosamente seductor. Mientras la vivienda se convierte en un lujo inalcanzable, la inflación erosiona nuestro poder adquisitivo y los servicios públicos esenciales como la sanidad y la educación sufren recortes constantes, se decide poner el foco en quien llega en patera o busca trabajo. ¿Por qué? Porque es fácil. Es barato para los políticos culpar a un colectivo vulnerable, desviando la atención de los problemas estructurales que realmente nos ahogan.

La verdad, sin embargo, es tozuda. No, la culpa no es de quien viene a trabajar para tener una vida mejor. La culpa es de un sistema que ha preferido la vía cortoplacista y especulativa a construir un proyecto de país sólido. Somos una nación que ha renunciado a tener una industria potente y que mira con desdén al campo. Hemos supeditado nuestro éxito económico a un solo caballo: el sol y la playa. Este modelo, aparentemente boyante, está generando unas distorsiones brutales. Las viviendas turísticas y los alquileres vacacionales están cargándose el mercado inmobiliario, expulsando a los jóvenes de sus ciudades y convirtiendo barrios en parques temáticos para el ocio.

Señalar al inmigrante es un acto de cobardía intelectual y política. Es buscar un chivo expiatorio para no tener que mirar al espejo y cuestionar un modelo agotado. Los recursos no se los llevan ellos; se los lleva una economía que prioriza el beneficio rápido de unos pocos sobre la sostenibilidad y el bienestar de la mayoría. El problema no es la persona que llega, sino la falta de planificación, de inversión en I+D+i, y la ausencia de una estrategia industrial y energética que nos libere de la dependencia volátil del turismo.

La verdadera batalla, la que no estamos librando, es contra una clase política que, con notables excepciones, ha legislado históricamente más a favor de sus intereses y los de los lobbies que a favor del pueblo. Hasta que no despertemos de este letargo, hasta que no exijamos responsabilidades y soluciones reales en lugar de eslóganes vacíos, seguiremos navegando en la inestabilidad, engañándonos a nosotros mismos con un enemigo equivocado mientras el barco se hunde. El problema no está en nuestra frontera, sino en nuestra falta de ambición como país.

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