Opinión | El ruido y la furia
El premio
La cosa iba por años alternos: un año pijama, al otro el Planeta. Mi suegra, mi querida Eulalia (renombrada Yaya para siempre jamás por mi hija, la nieta primera), me ponía los Reyes con la cadencia inaplazable de las mareas. Nunca supo, me ocupé bien de ello, que jamás he usado ni una cosa ni otra. Ella, en su bondad, en su forma amable y cariñosa de ver la vida, pensaba que debía renovar mi ropa de cama con cierta regularidad y que, en los intersticios, el libro que ganaba el premio mejor dotado de las letras hispanas (que debía, en toda lógica, ser el mejor libro de todos los libros), era el regalo perfecto para mí. Así, tengo una buena colección de esas novelas premiadísimas que nunca me atreví a decirle que no me interesaban lo más mínimo por más que alguna vez las firmara gente importante como Vargas Llosa, Camilo José Cela, Ana María Matute, Antonio Gala, Juan Marsé o Torrente Ballester. Nunca vi la necesidad de explicarle que, seguramente, es un premio por encargo, que suele tener dueño antes, incluso, de escribirse el texto, y que su única intención es conseguir ventas masivas para, como mínimo, recuperar el dinero invertido en la dotación. A mí no me sorprendía la dulce inocencia de Eulalia, pero me sigue asombrando la candidez de las mil trescientas veinte personas que enviaron su manuscrito a esta última convocatoria pensando que tenían una mínima oportunidad.
Los premios, los que están muy bien dotados y hasta los más menesterosos, suelen ser sospechosos. Álvaro Cunqueiro contaba (lo refiere Antonio Rivero Taravillo en su reciente biografía sobre el genial escritor) que cuando ganó el premio Nadal por ‘Un hombre que se parecía a Orestes’, justo el año en que el prestigioso premio cumplía su vigésimo quinta edición (por lo que el premio era de quinientas mil pesetas, no las doscientas mil habituales y a las que volvió a la siguiente edición), «ni una sola peseta llegó a mis manos porque en el balance de cuentas con la editorial era más lo que había percibido como adelantos». Idéntica historia he oído sobre Fernando Sánchez Dragó cuando obtuvo el Planeta por ‘La prueba del laberinto’, que, se cuenta, le sirvió para poner al día sus cuentas con la editorial justo el año, qué casualidad, que también aumentó significativamente el monto del galardón.
Los premios… Son preferibles a los castigos, claro, pero algunos están tan manchados que ganarlos no es un favor excepto por la pasta, la cuantiosa pasta. Esa es, finalmente, la cuestión de fondo, el dinero. Tengo dicho por ahí alguna vez que ahí radica el problema, en aquel momento en que convertimos la Literatura, que es cosa de letras, en una cuestión de números.
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