Opinión | El adarve
Por cuatro esquinitas de nada
Una de las ventajas que tienen los congresos es todo lo que se aprende en los descansos, en los pasillos, en las entradas y salidas, en las comidas, en los paseos, en las conversaciones ante un café… Es un tipo de aprendizajes que no se programa, que no es jerárquico, que no procede de los discursos de los expertos y que nos llega a todos por igual...
Me gusta decir que todo lo aprendemos entre todos. Esa dicotomía entre enseñantes y aprendices se rompe fuera de los escenarios preparados para el desarrollo de las actividades por los organizadores del Congreso. La rigidez de los espacios (el conferenciante suele hablar desde un lugar elevado y distante), la alineación de los que escuchan mientras contemplan el cogote del que está delante, la distribución de los tiempos (una hora y media para el conferenciante y media hora para distribuir entre quinientos asistentes, a quienes se recomienda que formulen de forma breve la pregunta para que puedan intervenir otras personas, la carencia de imágenes e incluso de micrófono para hacerse oír y entender de quienes piden la palabra), el dinero que se paga a quien imparte la conferencia y el que se cobra al que escucha… imponen una dirección vertical y descendente a la circulación del conocimiento o de la experiencia. Hay uno que enseña y, supuestamente, otros que aprenden. En los tiempos y los espacios no formalizados el conocimiento circula en todas las direcciones.
Es más, cuando termina la disertación del experto se abre ‘un tiempo para preguntas’. Es decir, y ahora quienes no saben, formulan preguntas al único que sabe. No es verdad. Estoy seguro de que el experto tiene muchas preguntas y de que los asistentes tienen capacidad y conocimientos para dar respuestas. Por eso a mí me gusta más hablar de intervenciones. Puede haber preguntas, claro. Pero también discrepancias, sugerencias, aclaraciones, aportaciones y comentarios de los asistentes.
He dicho todo lo que precede porque acabo de participar en el Congreso Internacional de Educación para un mundo globalizado: sostenibilidad, inclusión y justicia social, organizado por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, celebrado los días 13 y 14 del presente mes de octubre. Y puedo dar fe de muchos aprendizajes que he realizado durante esos días en conversaciones con los docentes y con los estudiantes de Pedagogía. El conocimiento no solo circula de modo descendente. Me gusta decir que las personas inteligentes aprenden siempre y que las otras tratan de enseñar a todas horas. Los profesores tenemos muchas cosas que aprender y los alumnos tienen muchas cosas que enseñar. Mi primer libro (del año 1980) se titula así: ‘Yo te educo, tú me educas’. Creo que todos tendríamos que circular por la vida con la L de aprendices que llevan en el coche quienes están comenzando a conducir. A medida que vamos aprendiendo nos vamos dando cuenta de lo mucho que ignoramos. Nicolás de Cusa hablaba de la docta ignorancia. Los sabios suelen ser humildes y los ignorantes suelen ser petulantes.
Aprendí en el Congreso muchas cosas relacionadas con la experiencia de los docentes en sus aulas y en sus escuelas, con las inquietudes y los problemas de los directivos, con los vaivenes de la legislación educativa, con los problemas de la sociedad a los que debe dar respuesta la escuela… Y, lo que quiero subrayar, es que esos aprendizajes los han vivido y disfrutado todos los asistentes, muchas veces sin ser conscientes de ello.
Esos aprendizajes a los que me refiero suelen tener un componente práctico y otro emocional. Porque tienen mucho que ver con lo que el informante hace, con lo que vive y con lo que siente.
Una profesora de la etapa de Infantil (en la que suelen florecer las inquietudes más hermosas, los materiales más creativos, las relaciones más auténticas y los compromisos más exigentes) me habla de un cuento que de forma ingeniosa, clara y contundente habla de la necesidad de que la escuela se adapte a las necesidades de los niños y las niñas, en lugar de exigir precisamente lo contrario. He dado al artículo el título del cuento. ‘Por cuatro esquinitas de nada’. Un título que me gusta porque cautiva, expresa y atrae. Las ilustraciones son sencillas y elocuentes y las voces que hacen la narración son a la vez melodiosas y contundentes.
Voy a compartir con todos los lectores y lectoras ese cuento al que, tomando café, me remitió entre sonrisas la profesora de infantil y que, en su simplicidad y su belleza, explica muy bien la necesidad que tiene la escuela de tener en cuenta la diversidad de los alumnos y las alumnas. Una diversidad infinita que yo expreso diciendo que en la escuela hay dos tipos de alumnos. Solo dos: los inclasificables y los de difícil clasificación. El cuento no es de reciente publicación ni de difícil hallazgo pero tengo que reconocer que no tenía la menor idea de su existencia. Por lo que veo, algunas amigas ya hace tiempo que lo utilizan en sus clases.
El cuento se titula ‘Por cuatro esquinitas de nada’, título preciso y precioso, a mi juicio. El autor es Jérôme Ruillier y está editado en España por la Editorial Juventud. Se puede encontrar en cualquier buscador. Tiene un montaje hermoso de voces infantiles, efectos sonoros y música sugerente. Dice así:
Cuadradito juega con sus amigos.
¡Ring! Es hora de entrar en la Casa Grande.
Pero Cuadradito no puede entrar, no es redondo como la puerta.
Cuadradito está triste.
Le gustaría entrar en la Casa Grande.
Entonces se alarga, se tuerce, se pone boca abajo, se dobla…
Pero sigue sin poder entrar.
- ¡Sé redondo!, le dicen los Redonditos.
Cuadradito lo intenta con todas sus fuerzas.
- ¡Te lo tienes que creer!, dicen los Redonditos.
- Soy redondo, soy redondo, soy redondo, repite Cuadradito.
Pero no hay nada que hacer.
- ¿Qué podemos hacer? Cuadradito es diferente, nunca será redondo.
- Pues te tenemos que cortar las esquinas, dicen los Redonditos.
- ¡Oh, no! Me dolería mucho.
Los Redonditos se reúnen en la Casa Grande y hablan durante mucho, mucho tiempo hasta que descubren que no es Cuadradito el que tiene que cambiar ¡Es la puerta!
Entonces recortan cuatro esquinitas, cuatro esquinitas de nada que permiten a Cuadradito entrar en la Casa Grande junto a todos los Redonditos.
He reflexionado (y escrito artículos y libros) sobre esta exigencia de la escuela que es la atención a la innegable diversidad. Uno de ellos, publicado hace años por la Universidad Uniminuto de Bogotá, se titula ‘La gallina no es un águila defectuosa’. Cada vez me resulta más inquietante ese carácter homogeneizador que tienen las instituciones educativas: todos, todos a la vez, todos lo mismo, todos de la misma manera y todos en los mismos tiempos. Por supuesto: todos y todas con la misma evaluación.
Me imagino a los treinta o cuarenta pacientes que un médico de familia atiende en una mañana, esperando su llegada a causa del retraso que ha provocado un desafortunado accidente de tráfico del doctor. Imaginemos que, cuando llega, les pide silencio e inmovilidad para diagnosticarlos. Les observa brevemente e, inmediatamente, extiende una receta de lo que todos y cada uno tienen que tomar y de lo que todos y cada uno tienen que hacer para solucionar el problema de salud que padecen y para mejorar el funcionamiento de su organismo. ¿Qué sucedería? No es difícil imaginarlo. Uno tendría graves problemas por ser alérgico al producto recetado, a otro no le serviría para nada y a un tercero le podría venir bien por pura casualidad. Cuánta razón tiene mi amigo José Antonio Bravo al poner el siguiente el título a un pequeño libro: ‘Enseñar desde el cerebro del que aprende’.
También he propuesto, para reflexionar sobre el tema de la atención a la diversidad la historia de Procusto, un bandido del Ática que construyó en la casa un lecho de hierro. Salía por las calles y detenía a los viandantes, les invitaba a cenar en su casa. Después de la cena les tendía sobre el lecho. Ajustaba la cabeza del individuo a la cabecera de la cama de hierro, lo extendía a lo largo y, si le sobresalían los pies o las piernas se los cortaba. Si el invitado era más corto que la cama, lo descoyuntaba para que se ajustase a las dimensiones de la cama. Es decir, que en lugar de ajustar las camas al tamaño del individuo, ajustaba el individuo al tamaño de la cama. Me preguntaba al finalizar el texto si la escuela no sería como el lecho de Procusto: un lugar en el que en vez de acomodar el currículum al tamaño de los alumnos, acomoda a los alumnos a las exigencias del currículum. Procusto significa el que descoyunta y fue ajusticiado por el rey Teseo que le aplicó el mismo castigo que él infligía a sus víctimas.
Importante cuestión sobre la que reflexioné en otro pequeño libro titulado ‘El pato en la escuela o el valor de la diversidad’. Una cuestión que no solo exige actitudes y prácticas sensibles a los docentes sino políticas inteligentes y generosas a los políticos.
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