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Opinión | Mirando al abismo

Cultura y libertad

La verdadera cultura, la que importa, es algo mucho más profundo y revolucionario

El poeta Miguel Hernández.

El poeta Miguel Hernández. / l.o.

En los tiempos que corren, marcados por el ruido ensordecedor de la inmediatez, la polarización y la dictadura del algoritmo, la cultura emerge no como un lujo, sino como un acto de resistencia. Un refugio vital para el alma humana. Solemos reducirla erróneamente a un catálogo de datos inertes: las capitales del mundo, los afluentes de los ríos, las fechas de las batallas. Pero la verdadera cultura, la que importa, es algo mucho más profundo y revolucionario. Es lo que te conmueve hasta las lágrimas al escuchar una canción en la penumbra; es el sobrecogimiento que sientes ante un cuadro que parece hablar directamente a tu herida más íntima; es la revelación que experimentas cuando las palabras de un poeta, escritas hace siglos, describen con exactitud escalofriante tu realidad presente.

Esa emoción, esa conexión visceral, es uno de los últimos actos genuinamente libres que nos quedan. En un sistema que busca cuantificarlo y monetizarlo todo, que intenta categorizar cada pensamiento y encasillar cada emoción, la experiencia cultural permanece como un territorio salvaje e indómito. Es un espacio íntimo donde la imposición ideológica se desvanece y solo queda el diálogo directo, sin intermediarios, entre la obra y el individuo. No hay clickbait que valga, no hay eslogan político que pueda capturar la complejidad de una sinfonía de Beethoven o la verdad desgarrada de un verso de Miguel Hernández.

Precisamente por esto, la cultura es intrínsecamente antisistema. No en el sentido panfletario de estar en contra de un gobierno u otro, sino en un sentido mucho más radical: se resiste a ser propiedad de nadie. No pertenece por completo a ninguna institución política, por mucho que algunas intenten instrumentalizarla. No es un arma, es un paisaje. No es un discurso, es un susurro colectivo. La cultura es, en esencia, de la gente. Nace del pueblo, se alimenta de sus alegrías y sus penas, y a él regresa, transformada en canción, en relato, en imagen.

Es la voz del pueblo, no la que corea consignas en una plaza, sino la que canta sus dudas, sus amores, sus miedos y sus sueños más profundos. Es el archivo vivo de nuestra humanidad compartida, un recordatorio constante de que, por debajo de las etiquetas y las banderas, todos luchamos, amamos y sufrimos de maneras sorprendentemente similares.

Hoy, cuando las grietas sociales se amplían y los discursos se construyen a base de simplificaciones y exclusiones, la cultura se erige como el antídoto. Nos recuerda que la identidad no es una fortaleza, sino un mosaico en constante evolución. Fomentar una cultura en libertad -es decir, accesible, diversa y alejada de los tentáculos del adoctrinamiento- no es un capricho elitista. Es una necesidad democrática urgente. Es garantizar que la ciudadanía tenga las herramientas para pensar con complejidad, para sentir con empatía y para reconocer que la verdad nunca es un monolito, sino un coro de voces, a veces disonante, pero siempre poderoso.

Proteger y vivir la cultura en su estado más puro es, en definitiva, defender el derecho a ser humanos complejos, sensibles y libres. Es salvaguardar el último territorio común donde la emoción aún no tiene dueño y la belleza no pide permiso.

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