Opinión | La vida moderna merma
Llanto por La Cosmopolita
Hablo de los rincones tranquilos dentro del bullicio. Esa bocacalle donde se respira calma. Esa barra donde se mezclan forasteros y malagueños. Esa cocina que hace guiños al recetario de siempre, pero sin quedarse atada a él. Eso era La Cosmopolita.

La Cosmopolita cierra. / GREGORIO TORRES
Hoy me siento frente a este papel -o más bien pantalla- con un cierto pesar, como quien hereda una escena que ya no volverá, y cuyo recuerdo dulcemente amarga. La Cosmopolita ha cerrado sus puertas después de quince años de latido constante. Quiero hablar de él, de lo que fue para mí, de lo que representa para Málaga, y de la tristeza que subyace cuando algo tan bueno deja de existir.
Desde que aquel pequeño espacio en la bocacalle de la calle Granada empezó a funcionar, La Cosmopolita ofrecía algo que quizá no era fácil de definir pero que todos los que allí entramos sabíamos que era algo especial. Para sus admiradores, esa barra, aquellos almuerzos o esas cenas de amigos, eran más que una salida: eran un refugio, una pertenencia, un trozo de vida vivida.
Era uno de esos lugares en los que acabas escribiendo sin darte cuenta parte de tu historia: he estado de compromiso, he estado de cachondeo, he estado compartiendo silencio con gente que importa. He sentido que me acogen. Y eso no lo da solo el buen servicio -que lo había- ni solo la cocina -que también daba muchas alegrías-, sino la atmósfera de personas que sabían lo que estaban haciendo. Esa gente que no aparece en la carta, pero que hace que un sitio sea casa. Y algunos de ellos hicieron posible el éxito de aquella casa como ha sido el caso de Jordi o de Paco.
La cocina de La Cosmopolita vino a refrescar Málaga. Su Ensaladilla icónica, el Salmonete, la carne tártara o su Tortilla de Changurro son platos que reunían tradición, producto local, inventiva, brío y frescura. Aunque aquella era clásico, se percibía como todo lo contrario pues, que a día de hoy haya gente que apueste por un Calamar bueno ya resulta algo transgresor y valiente frente a un horno de convección y mucha cuarta o quinta gama.
Málaga, la ciudad que nos vio nacer también nos cría y educa en sus bares y restaurantes. Por eso, esta tierra pierde con el cierre de La Cosmopolita algo más que un establecimiento: desaparece un punto de encuentro, una referencia y un lugar que encarnaba la confluencia entre lo auténtico y lo contemporáneo. ¿Es Málaga un sitio peor tras este cierre? Rotundamente sí. Pero decirlo así también suena a drama; es más una pena constante que una catástrofe, porque Málaga seguirá siendo Málaga, pero el hueco queda. Un hueco que quizá tardará en rellenarse.
Pero este proyecto ha llegado a su fin. Margara Subiris y Dani Carnero han considerado que el proyecto ha cumplido su deber y ha terminado su época. Esas frases me parecen tan honestas como esperadas. Yo no conozco las razones más profundas pero quizás las presiones del centro, los costes, la evolución natural del chef y la vida que cambia han dicho hasta aquí hemos llegado y por eso -y porque ambos son dos personas muy respetables, decentes y formales, resulta una decisión más que comprensible. Los barcos también se amarran cuando el mar ya no parece el mismo, o cuando el capitán decide que el próximo puerto está en otra parte.
Y de hecho, Málaga no dice adiós a Dani Carnero ni a su cocina. El proyecto sigue con Kaleja y La Cosmo, esa taberna moderna que hereda parte del espíritu, permanece. Entonces, ¿es solo un cierre? Sí y no. Es un cierre de lugar, quizá un inicio de otra etapa.
En un mundo –y una ciudad- que avanzan tan rápido -nuevos restaurantes, modas, turismo, «experiencias»-, tener un local que se mantuviese fiel a sí mismo, que no se vendiese al instante a la fórmula, que mantuviera una sonrisa, un producto, una comunidad… eso era casi una joya que musealizar. Y cuando eso se va, nos damos cuenta de que eran más raros de lo que creíamos.
Hablo de los rincones tranquilos dentro del bullicio. Esa bocacalle donde se respira calma. Esa barra donde se mezclan forasteros y malagueños. Esa cocina que hace guiños al recetario de siempre, pero sin quedarse atada a él. Eso era La Cosmopolita. Y por eso debemos dar mil veces las gracias a Margara y a Dani por crearla, por dejarnos trayectos de vida allí. Gracias por haberme permitido gastar esa barra tantas veces como pude, por las risas, por los gin-cosmos, por las cenas de Reyes Magos cantando villancicos con mis amigos o por mi 30 cumpleaños en la sala del fondo. Gracias por todo.
Y ahora, queda la memoria y la esperanza. La esperanza de que ese local que viera pasar tantas historias siga siendo marco de otras. De que Dani rescate cosas para que no se pierdan, o de que Margara se aventurara en otro proyecto gastronómico. Y que ese azulejito enmarcado con Santa María del Monte Calvario siga viendo pasos, siga sintiendo risas, siga sosteniendo barra y mesas.
Porque nos hace falta. A los malagueños les hacen falta sitios como La Cosmopolita. Estos lugares, los auténticos, los humildemente grandes, construyen ciudad, comunidad y vínculo. Cuando se van, los recordamos. Y aunque las puertas se cierren, el lugar quedará en nosotros. En las conversaciones, en los brindis futuros y en la próxima barra donde nos apoyemos sabiendo de dónde venimos.
Es bueno sentir nostalgia y compartir la «pena» por el cierre de La Cosmopolita. Es lógica percibir la deuda generada con aquello que fue parte de tu vida. Porque la buena cocina es, al fin y al cabo, buena vida. Y es lógico sentirse rico por haberla vivido allí.
Larga vida para siempre a La Cosmopolita allí donde quiera que vuelva a aparecer en algún momento de nuestras vidas.
Gracias Margara. Gracias Carnero.
Viva Málaga.
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