Opinión | El ruido y la furia
La maldita hora
Si alguna vez, por esa costumbre que tiene la vida de sorprendernos, Pedro Sánchez, antes de menguar del todo, anduviese, como dicen que hizo aquel nazareno, sobre las aguas, algún periódico titularía en portada, con gran alarde tipográfico, «Pedro Sánchez no sabe nadar». En esta época que transitamos, algunos horrorizados ante lo que se nos viene encima, todo está llevado a los extremos, y que el presidente del Gobierno haya querido abordar en Europa el cambio de hora ha sido muy mal visto por la ingente legión de sus contrarios. Que no digo yo, nadie puede saberlo con certeza, que no fuese realmente una cortina de humo para oscurecer el debate de otros asuntos más complejos e ingratos (para él), pero difiero categóricamente de quienes piensan que es un asunto baladí. ¿Cómo va a ser baladí decidir a qué hora se rinde la luz?
Cada año, lo saben bien quienes tienen la paciencia de seguir estas columnas, este modo mío de pensar y contarme la vida, el cambio de hora me provoca la escritura de dos columnas. Acaso debiera enviarle la mitad de las muy magras monedas que ello me reporta al responsable del cambio, pero no sé a quién corresponde el contradictorio hecho que, por un lado, me beneficia dándome asunto del cual escribir, y por otro me perjudica alterándome el tiempo, los biorritmos y las costumbres.
Echando cuentas, que no es quizás mi mejor habilidad, he concluido que me fastidia mucho más de lo que me favorece. Una hora extraviada, malograda en la maraña de la burocracia europea, es un desastre, una pérdida irreparable. No se puede echar esto a humo de pajas. Es ni más ni menos que una hora de nuestras vidas que alguien, amparándose en oscuros arcanos científicos, decide escamotearnos para que se nos desacompasen las tardes de tal manera que la noche nos pille merendando.
Por eso no creo que el debate sea extemporáneo, sino muy necesario. La maldita hora que, como en un juego de trileros, aparece y desaparece, esa hora zascandila que altera la regularidad del sueño, de la luz y de las digestiones, debería quedarse quieta de una vez, sentar la cabeza, «echar talento», como hubiera dicho mi madre.
No deberíamos atrevernos a jugar con el tiempo, «que ni vuelve ni tropieza», según Quevedo. Y añadirle una hora a un domingo de octubre es demasiado atrevimiento. Un domingo con una hora de más es del mismo tamaño que el color gris con todos sus matices. La tarde de un domingo con una hora de más es aún más interminable, más arisca, más obtusa. Y a partir de ahí, ya con esa herida, las tardes se deshacen como la voz cóncava del bronce, la luz convalece hasta hacerse de mercurio y, en las plazas abandona algo suyo, mitad óxido, mitad pereza. ¿Para qué acentuar todo esto, para qué añadir una gota más a un vaso ya colmado?
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