Opinión | Mirando al abismo
La Luz y el tiempo

Un señor pone en hora su reloj. / EP
Año tras año, el ritual se repite. Un gesto mecánico, casi trivial: adelantar o atrasar las manecillas del reloj. Se nos presenta como un mero trámite, un ajuste horario para ahorrar energía o aprovechar mejor el día. Pero quienes sentimos la vida con la piel sabemos que es algo infinitamente más profundo. Este cambio no es solo una cuestión de minuteros; es una interferencia brutal en el ritmo natural de nuestra existencia, un robo de luz que afecta a la manera en que respiramos, nos relacionamos y afrontamos la vida.
Existen espíritus de alondra y espíritus de búho. Los que somos alondras nos alimentamos del sol, nuestra energía brota con los primeros rayos y se extiende, jubilosa, hasta el ocaso. En estos meses de otoño e invierno, cuando la tarde se trunca de golpe, se nos pasa la vida sin ver la luz. Salimos de casa cuando el día aún bosteza gris y regresamos cuando la noche ha cerrado su puerta. Es una condena a la penumbra, un extrañamiento de nuestro elemento vital.
Porque la luz no es solo luminosidad. Es la responsable del ruido de las pelotas y las bicis de los niños en la calle, de las risas que se escapan de los parques. Es el ingrediente esencial de los cafés a media tarde con amigos en una terraza, donde las conversaciones se alargan y los problemas se hacen más leves. En el Sur, de donde yo vengo, hemos vivido siempre pendientes de dos fuerzas primordiales: la luz y las mareas. Sin esa luz de tarde, que ya nos arrebatan, los días parecen efímeros, se nos escurren entre los dedos como agua oscura. La jornada laboral o escolar termina, pero la vida social, el esparcimiento, el simple hecho de pasear sin prisa, se ve abruptamente interrumpido. Anochece, y con la noche llega una orden implícita de recluirse.
Esta pérdida tiene la amarga textura de una oportunidad desaprovechada. Son horas de vida, de aire libre, de conexión, que se nos sustraen en nombre de una eficiencia que no sentimos. Nos convierten, a la fuerza, en criaturas de interior cuando nuestro espíritu clama por el exterior.
Como alondra que soy, solo me queda anhelar, aguardar con paciente impaciencia. Esperar a que llegue, otra vez puntual, el verano. Y con él, la luz larga y generosa que devuelve las calles a la gente, las risas a los niños y el tiempo a la vida.
Hasta que la luz vuelva a nuestros quehaceres solo nos queda esperar, y los carnavales.
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