Opinión | MIRADAS
Pedro J. Marín Galiano
«¡Oh hideputa, puta!»
«Me va a regular el uso de las palabras su puta madre». Mucho tardó don Arturo en estallar frente a la reciente aprobación por el Congreso de una proposición no de ley para regular el uso de la palabra «cáncer», a fin de promover un lenguaje responsable, sobre todo desde los ámbitos públicos e institucionales. En un principio, la iniciativa puede parecer bienintencionada: proteger a pacientes y familiares de un uso lingüístico que banaliza su sufrimiento, evitando el término en expresiones metafóricas peyorativas que refieran, por ejemplo, que tal o cual político resulta un cáncer para la sociedad. Pero cuidado: que la legislación asalte los estrados de la palabra no es cosa menor, como diría Rajoy, es cosa mayor. No es lo mismo promover campañas de concienciación o invitar genéricamente al uso responsable del lenguaje que convertir al Estado en el árbitro del significado, el significante, el estilo, el contexto y la metáfora. Tengámoslo claro: si dejamos que el poder regule las palabras, inevitablemente acabará regulando las ideas, y eso sí que es una quiebra explícita de los pilares del sistema que podría terminar por extenderse no sólo a los ambientes públicos e institucionales, sino a la expresión de todo espacio, de todo tiempo y de todo contexto. Ojito con cogérsela con papel de fumar. ¿Qué haríamos, entonces, con el Quijote de Cervantes? Más allá del cáncer, bien sabe Dios que la expresión «hijo de puta» hace alusión e injusta referencia peyorativa, concretamente por parte de madre, a una de las penurias más abusivas y execrables que la mujer ha sufrido y sigue sufriendo. ¿Recortamos y censuramos ese capítulo de la literatura universal en el que, desde los andamios verbales de la prostitución y la minoría de edad, se refieren con las siguientes palabras a la hija quinceañera de Sancho?: «¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!». Y, puestos a purificar el uso del diccionario, bien podríamos continuar, desde los más amplios horizontes del espectro animalista, con los términos cabrón o zorra, criaturas ambas de los campos de Dios, portadoras incluso de enseñanzas en el fabulario universal, que no tienen por qué cargar significativamente con la responsabilidad moral de nuestras vilezas, infidelidades y fracasos sentimentales. ¿No debería don Luis Planas, actual ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, intervenir para proteger el honor del ganado caprino? Las palabras no son sólo herramientas de comunicación: son territorio de disputa cultural, creatividad, crítica, afectividad y humor. Son el espacio donde se revela el conflicto, donde se exagera para denunciar algo, donde se juega con la realidad para intentar transformarla. Prohibir una metáfora porque puede resultar incómoda es ignorar que gran parte del pensamiento humano se construye a partir de la metáfora. Por eso mismo, colocarse la máscara de la empatía para cercenar la lengua a nivel normativo resulta más que peligroso: no vaya a ser que lo que de verdad se pretenda sea escudarse detrás de un colectivo para amputar en según qué medios y ocasiones expresiones descalificativas directas contra tal o cual político: ojo. Y es que las consecuencias de aperturar una regulación de este calibre no son meramente simbólicas, pues ello traerá consigo un clima de contención progresiva en el discurso público donde lo más seguro será no expresar nada que pueda incomodar a nadie.
Y una democracia sin incomodidad, sin crítica y sin ironía es una democracia asfixiada. Que cada cual sea dueño y señor del uso de sus palabras y asuma con responsabilidad sus consecuencias sociales, políticas y jurídicas, pero que el Estado no llame a mi puerta para decirme qué metáfora y qué palabra puedo o no explicitar en según qué contexto, porque este servidor de ustedes quiere seguir siendo esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. También lo decía Cervantes: «Debajo de mi capa, al rey mato». Déjenme ser grosero, elegante, vulgar y correcto según decida, que asumo como mías las consecuencias. Porque incluso si nuestros días aterrizaran en los frentes de alguna distópica inercia malograda a manos de un aberrante Estado de Derecho desfigurado, quisiera poder seguir agarrándome a aquellos versos de Blas de Otero: «Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra».
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