Era de los que contaba los días que quedaban. La mayoría de edad estrenada. Cuerpo atlético y acné en la cara. Miraba nervioso el móvil por si habían escrito en un grupo donde lo habían metido recientemente. Observaba ojiplático la túnica planchada, limpia y colgada en la puerta de su cuarto. Repasaba la tarjeta de salida con el rostro del impresionante señor de La Humildad, la guardó en la bolsa para que no se le olvidara. Se había asomado decenas de veces al balcón del segundo piso de una casa del Compás. Cielo azul. Sin novedad. Puso la tele y sintonizó un canal local para ver la entrada en la Alameda de la Pollinica. Este año no bajaba a verla. Le había costado un mundo poder llevar en sus hombros al Señor de La Victoria como para ahora fastidiarlo por una torcedura de tobillo. Se quedó un hueco libre justamente hará una semana y lo llamaron. Su ilusión cumplida. Nació para sacar un trono como le decía a su madre. Y ese era su gran día y nada podía fastidiarlo. Se duchó. Comió algo ligero que le había preparado su madre la noche anterior. Se vistió. Se puso una corbata por primera vez con el nudo hecho por Paquito el quiosquero y partió para el Santuario.

Al bajar la escalera

Al bajar la escalera de su casa escuchó unos sollozos. En el rellano del primero se encontró a su vecino Antonio. Lloraba desconsolado. Sabía de su demencia. Su madre en los huecos que le dejaba su trabajo en la hostelería, le echaba un ojo. Su hijo, el único que tenía, vivía en Madrid. Don Antonio, ¿le pasa algo? Luisito qué alegría verte, has venido al fin. Espero que no hayas tenido problema para aparcar que hoy hay procesiones. No, Don Antonio, soy Miguel, el vecino de arriba. Luis pasa, pasa. Cuéntame, ¿qué tal en el trabajo? Entraron en la casa y esperó a que el anciano ordenara el salón para intentar llamar a su madre. Conocía esos brotes de la terrible enfermedad que lo asolaba. Sabía de cierta medicación e intentaba que su madre le dijera dónde encontrarla. Luisito siéntate y merendemos. He puesto la tele. Mira, las procesiones. ¿Te acuerdas cuando bajábamos a las sillas de la Alameda con mamá? La voz del anciano se quebró. Apretó con fuerza la mano de Miguel y este contestó, sí papá, me acuerdo.

Una marcha escuchada hasta la saciedad

A lo lejos ya sonaba una marcha que Miguel había escuchado hasta la saciedad. He aquí el hombre. Y él estaba allí sentado escuchando a un entusiasta vecino que milagrosamente había rejuvenecido. Dejó de insistir en las llamadas a su madre. Quiso escapar, pero aquella mirada de felicidad lo retuvo y se entregó. Agarrados a la barandilla del balcón vieron pasar al imponente Señor camino de ser rechazado por su pueblo. Ambos lloraban. En silencio. No hacía falta más. La tarde transcurrió entre recuerdos y batallitas. Risas. Miguel dejó atrás la frustración para abandonarse en un piadoso juego de mentiras. Le hizo la cena y Don Antonio a la media noche se durmió. Lo tapó y marchó para casa.

La túnica

A la semana, su madre fue a entregar la túnica. Él se moría de vergüenza. Ella con pena y con orgullo por la acción de su hijo, se plantó en la albacería de procesión dispuesta a relatar lo acontecido. Señora, su hijo estuvo toda la noche en el trono, todo un jabato. Imposible dijo ella. Mire la túnica. La desplegó delante de los capataces. Sobre el hombro izquierdo una mancha negra del roce del varal con unas gotas secas de sangre. ¿Lo ve, señora? Su hijo estuvo toda la tarde y noche con El Señor. Soportó valientemente el peso y lo sirvió perfectamente. Siéntase orgullosa de él. Al suelo, como una pluma, de un pliegue de la túnica, caía una estampa en forma de tarjeta de salida, sudada y arrugada con el rostro de la Humildad.

@malakahin