La mano agarrada de su madre. El ruido de las bombas. Niños descalzos. Su adolescencia cambió camino de Almería. Los vio morir y sin pestañear siguió andando a un paraíso cerrado. La República agonizaba en Valencia y ella a empujones intentó subir a un barco que en tierras aztecas vendía una vida mejor. Tras los devenires oscuros acabó de nuevo en la tierra dónde nació. Buscó las raíces, escarbó en los patios de vecinos hasta encontrar en un corralón la vivienda primera. Sola muy sola. Quiso limpiar los azulejos de la casa cuando en realidad limpiaba su memoria. Como proscrita.

Con 17 años y un solo oficio. Lo poco que su madre le enseñó. A coser para la calle. En esa primera supervivencia vivía de la limosna y de los comedores sociales. Siempre avergonzada de su estirpe política. Famélica. Una honda cavidad de hambruna reducía su belleza a la romántica percepción del tempus fugit. Y sí, se le iba la vida en forma mortal de tos que dibujaba hermosas flores sanguinolentas en pañuelos con iniciales de padre fallecido. Dolores, tenía carita en su juventud de San Miguel y panteón. Dolores no sabía que aquel hombre que a la salida de misa de Santo Domingo iba a darle una oportunidad de agarrarse a la vida.

Las piezas de algo sencillo pero bello

Empezó de forma sencilla. Lo que sabía. Limpió con esmero unas dependencias llenas de hollín. Como si una pira con madera noble hubiese ardido toda la noche. La tos que anunciaba oscuridad, persistía. El acaudalado señor parecía ser hermano mayor de alguna cofradía que en el 31 perdió mucho. Nunca preguntó nada. En algún kilómetro perdido de cierta carretera dejó su alma, su rencor y su odio. Abrió un armario para limpiarlo y una hermosa saya cayó al suelo. Deteriorada por la humedad y el fuego, escudriñó el bordado en oro tosco en sus manos. Faltaban piezas de algo sencillo, pero bello. Como movida por unos hilos invisibles, sacó utensilios de bordar que olvidados yacían en un rincón. Y en silencio. Un silencio frío de febrero empezó a bordar un jarrón de azucenas que mutilado por el odio no tenía flores.

Frío y hambre. La década de los cuarenta avanzaba. Tuberculosis se llamaba. Y ella se levantaba cada mañana pensado en ese terciopelo negro. En esa hojilla que enrevesada en oro le preguntaba qué buscaba en ese lamento. Tenía que parar. La tos cada vez marcaba el ritmo con impaciente arena que se desvanecía en un reloj. La sorprendieron y fue llevada al despacho del hermano mayor. Entre sollozos alcanzó a explicarle que solo quería terminar algo que empezó. Que no le importaba que no le pagaran por limpiar, pero que la dejaran bordar lo que inició. Tosió y al cubrirse la boca con la mano, el rojo se hizo carmín en sus labios. Si acabas para este Lunes Santo, tu trabajo será pagado. La sentencia firmada. Una semana. Bordó con empeño esas flores del jarrón. Por orgullo. Por sentirse de algún sitio. Por nada y por todo. Y en la noche del domingo al lunes acabó. Y se durmió sobre el jarrón de hermosas flores bordadas de la Dolorosa del Puente. Y tosió. Y al despertar comprobó horrorizada como la sangre reseca había calado en el manto. En las flores de hilo de oro. Y por más que limpiaba no salían. Y corrió como en aquella carretera.

Lunes Santo. Callejones. Una ventana se abre y un rostro blanquecino observa un trono de carrete. Pañuelo en mano con rejón de muerte, Madre que avanza. No puede mirar, pero lo hace. Unas flores de miles de colores en seda bordadas coronan un jarrón de amor y perdón. La sangre se ha vuelto colores del paraíso. Vuelve a toser. Mira el pañuelo que instintivamente se lleva a la boca. No hay rastro. El blanco de las azucenas que bordó está en trozo de tela en sus manos. Es madrugada de lunes. La del Puente enfila Santo Domingo. A sus pies, la sangre de su hijo sobre lienzo blanco.

@malakahin