La vida nos pone estos días citas que son ineludibles. Los vacuos pregones reiterados en el grito, los cultos estéticamente irreprochables o no tanto y la propuesta gastronómica de unos días que invitan a la escapada, cuando no a la huida, de los consejos médicos y domésticos.

Pese a la maldad que oculta la frase «Vives mejor que un cura» siempre he unido la palabra sacerdote a la bondad, quizás sólo he tenido buenas experiencias o jamás he forzado una situación. Siempre pienso en el padre Gabriel de la película La Misión a punto de dar la vida por la fe con la custodia elevada al cielo y me derrota la seguridad de su fe sin fisuras.

Más en la cercanía, recuerdo al bonachón de don Miguel, el cura que me bautizó en la capilla del Hospital Noble, a Juan Antonio Paredes, mi cura de cabecera, cuyo corazón siempre me tendrá dispuesto al rescate, o al carmelita más perchelero, el padre Zurita, cuyo verbo modula con pentagrama de almíbar aquellas infantiles notas que su madre le enseñó en la Alameda. Todos con la bondad elevada entre sus manos al cielo de mi ciudad.

Las sacristías siempre han sido lugares para reunión y culto. Los más antiguos recuerdan la de los Mártires como lugar de juegos para niños de posguerra y su presente tiene la transparencia y redondez del viril de una custodia y don Federico trabaja con su mesurada mirada para que la solemnidad y la humildad se acrisolen en una casa que debe ser de todos. Su cercanía me traslada a la santidad del añorado Herrera Oria cogido del brazo de Antonio Ordóñez, en esa hermandad del clero y el pueblo cuando un cardenal movía Roma con Santiago por dar comida y enseñanza al pueblo más llano. Compartir una mesa como la de nuestro Señor, donde no faltó ni un Judas cualquiera, ha sido el mejor de los actos cuaresmales para acercar posturas y ver la vida desde el prisma del prójimo. El ecuador de la Cuaresma marca el resto de un viaje que debe ser terreno abonado para el entendimiento, no siempre fácil, entre el clero y los cofrades. Los bodegueros malagueños supieron nombrar el sitio donde atesoraban su vinos más trasañejos. En esas sacristías se sigue celebrando la liturgia sin tiempo de un vino que puede salvar al mundo.