No hace tanto que en muchas capillas se contemplaban colecciones de exvotos, expresiones de súplicas o gratitudes por favores concedidos vía recurso a la imagen de turno. Los había de cera y de latón, muchos con formas de brazos o piernas.

Directrices postconciliares impulsaron el desalojo de esos cuadros, a veces patéticos por temática y mugrientos por acumulación de polvo y tiempo. Más que por estética, la jerarquía desaconsejó, aunque no prohibió, su exposición por incentivar creencias taumatúrgicas en los iconos que acaso podrían inducir devociones desviadas.

Su retirada supuso la pérdida de múltiples testimonios de religiosidad popular, de confianzas humanas en intercesiones sobrenaturales de lo sagrado, oraciones íntimas que certifican una atribulada búsqueda de ayuda y protección. Tanto como de fe sencilla, los exvotos son constataciones de la pequeñez e impotencia del hombre por mucha técnica que la ciencia desarrolle.

Los liturgistas advierten de que no toda expresión religiosa es pastoralmente adecuada; una observación que podría aplicarse a otros elementos presentes también en las procesiones de Semana Santa. Y así como en los cortejos tales componentes alitúrgicos no han sido depurados, los exvotos se han reproducido junto a bastantes altares tan lenta y sigilosa como tenazmente.

El de la Virgen de la Salud, en San Pablo, es fiel demostración. Un centenar de ellos, acaso convocados por su advocación, cuelgan cerca de la Dolorosa del Domingo de Ramos. Fotos, notas manuscritas, patucos y baberos infantiles componen una estampa que conmueve a cualquiera capaz de comprender la angustia que generan la enfermedad, el hambre, la soledad o el desamparo. Son saetas silenciosas, pero no mudas. Saetas desgarradas y auténticas porque no fueron contratadas para dar ambiente, sino que se elevan anhelantes, implorando una respuesta o siquiera un desahogo.

Este domingo, cuando vea a la Virgen en la calle, sabré exactamente qué lleva entre esas manos suyas con rosario y pañuelo: Salud para las almas cuya Esperanza, de veras, es el Gran Amor de ese Cristo que llamó bienaventurados a quienes lloran porque, según prometió, ellos serán consolados.