A buen seguro, alguna vez, nos han dicho o nos hemos dirigido a otra persona con la frase: «Deja de dar la matraca». Describe perfectamente a aquel que en un momento dado su parlamento o actividad resulta pesada, molesta, repetitiva, insistente con impertinencia.

No hace muchas décadas «La matraca» compartía espacio sonoro, en días de Semana Santa, con los golpes de las horquillas, el tintineo de cascabeles de los palios, saetas o marchas. Un instrumento fabricado con uno o varios tableros en los que se sujetaban una o varias argollas, aldabas o tiradores de algún mueble. Madera y hierro, similares elementos se usaron para clavar a Jesús en la cruz.

Las formas de este desaparecido llamador para oficios en Semana Santa varían de una zona a otra de la geografía malacitana e incluso en la comunidad andaluza. La forma más habitual de la matraca malagueña estaba compuesta por tres tablas formando un triángulo desde el que pendían varias argollas de hierro en dos de sus tres lados.

«Ésta es de cuatro argollas pero también las hubo de seis que eran para personas más diestras o corpulentas», relata Antonio Campos en el Museo de Arte Sacro de la iglesia de Santiago de Casarabonela, mientras sostiene la única pieza que se conserva en el pueblo «y creo que en muchos pueblos de alrededor».

También se encuentran cuadradas y en su versión más simple usando una sola pieza de madera con un orificio para agarrarla con argollas en ambos lados que el diácono hacía sonar con rápidos giros de muñeca. Este modelo de matraca se podía tocar con una sola mano.

Matracas por campanas. «Aquí, en Casarabonela se usaba el Viernes y Sábado Santo para avisar a los vecinos para misa. No se podían tocar las campañas por respeto a Cristo», recuerda Campos. «El año pasado, esta misma matraca, un joven del pueblo se empeñó tocarla por algunas calles. Cuando regresó dijo que ya no la sacaba más. Traía las manos destrozadas. Y es que es pesada y difícil de mover», afirma.

Pero la matraca en otros pueblos también se comenzaba a hacer sonar desde el Jueves Santo a mediodía. «Justamente antes de almorzar» los vecinos de muchos municipios se sumaban en una profundo silencio y respeto porque según las escrituras en ese tiempo Jesús ya había sido prendido y «hasta el Sábado de Resurrección no volvían a tocar las campanas. Los monaguillos se ponían al principio de cada calle tocando la matraca para anunciar misa o una procesión», relata María Pérez Bermúdez de Alozaina. Había que estar atento a la voz del monaguillo que al finalizar el estruendo que emitía porque «comunicaba en voz alta el toque al que correspondía», cuenta Campos, «el primer toque tenía una duración corta y el tercero era más largo». Los más agudos, de esta forma, podían identificar el toque.

Durante el trabajo de investigación en los pueblos de la Sierra de las Nieves, este periódico encontró en El Burgo a uno de los monaguillos que de pequeño habían tocado una de estas matracas: «Me trae grandes recuerdos. Íbamos un grupo de muchachos monaguillos por todas las calles de El Burgo sonando la matraca. Cómo era tan complicado tocarla nos la turnábamos», rememora Agustín Pereña, quien hace un dibujo de la matraca que él conoció. Tras la conversación con Agustín Pereña y Rafael Meléndez, ambos hermanos de la hermandad del Nazareno, reiteran: «Nos comprometemos a recuperar la matraca y la tradición» para la Semana Santa de 2016, motivados por este reportaje que hoy ofrece La Opinión de Málaga. «El año que viene no van a sonar las campanas aquí, sonará la matraca», afirma el herrero Meléndez.

Las grandes matracas. Un sonido seco, duro, martilleante de porfía y pesadez sustituía el toque brillante y envolvente de las campanas de la iglesia en estos días. Pero las matracas, también conocidas como carracas, no solo se han conocido a pie de calle sonadas por diáconos, las llamadas matracas de mano. Los templos, catedrales, monasterios o conventos también disponían de este instrumento de insistente sonido que se instalaban por Semana Santa en los campanarios. En estas versiones las argollas o aldabas se sustituían, por lo general, por mazos de madera insertados en 4 tablas de madera dispuestas en forma de aspa -como la que hubo en la Colegiata de San Antolín, en Medina del Campo-. También las hubo formando un cubo, un hexágono o de forma circular. Las matracas de los campanarios tenían unas dimensiones tan grandes que se hacían rotar a través de un mecanismo giratorio movido por una o dos manivelas en todos sus diseños.

Claro ejemplo de una de estas piezas es la réplica de la que existió en la Catedral de León fabricada para la exposición Matracas y Carracas, los sonidos olvidados de Semana Santa.

Un instrumento, usado en los pueblos con asiduidad, que ha ido desapareciendo de forma silenciosa hasta llegar casi a su erradicación. Matraca, palabra derivada del vocablo árabe «tárag», cuyo significado es golpear. Aunque no se sabe con certeza su origen, se cree que la matraca o carraca fue introducida en España por los árabes con fines muy distintos a los que le dio el mundo cristiano.

Hay un grabado de este instrumento de percusión en el libro Gabinetto Armónico, un catálogo descriptivo de los instrumentos musicales de la Italia del siglo XVII escrito por el jesuita romano Filippo Bonnani.