Como en la ficción, en la vida real existen personajes en apariencia secundarios que sin embargo marcan el destino. A veces la posteridad recuerda sus nombres, casos de la Virgen María, para bien, o Poncio Pilato, para mal; otras, acaso demasiadas, no tanto.

En nuestras cofradías, por supuesto, abundan los ejemplos. Bastantes medallas de oro sólo fueron merecidas porque detrás del laureado hubo algún secundario de enorme valía, como también no pocos entuertos nacen de entusiastas aplaudidores del litigante de turno. Los actores secundarios, mírese cómo se mire, resultan imprescindibles.

En nuestras hermandades, de entre todos los secundarios, me quedo con las cofrades por maternidad. Esas señoras que, aun creyentes, nunca fueron cofrades, ni pensaron serlo, hasta que un hijo eligió por segunda familia a una hermandad. He conocido varias.

Por cariño a sus hijos ingresaron en la nómina y fueron colaborando en tareas hasta acabar involucrándose hasta la médula, siempre, eso sí, en segundo plano, sin estridencias ni protagonismos. Sin otro interés que el crecimiento humano e integral de su hijo y de la familia cofrade. Puro servicio. Amor sencillo y natural, sin cálculo de tiempo, dinero o esfuerzo. Amor de Dios en laboriosos dobladillos de túnicas, delicados lavados de encajes o tediosas ventas de lotería. Dedicación plena de vocación tardía. Alguna cofrade por maternidad he visto salir de nazareno con setenta años sólo por el deseo de acompañar junto a su hijo al Señor y su Madre.

Como Isabel cuando recibió a María, hay cofrades por maternidad cuyo vientre salta de gozo cuando todo sale bien en la hermandad, o sea cuando la fraternidad brilla más que cualquier fulgor de candelería.

Hoy, Miércoles de Ceniza, cuando una nueva Cuaresma comienza y otra Semana Santa asoma, pienso en esas cofrades por maternidad, en su formidable capacidad de amar con entrega discreta y permanente, y me digo: que Dios os lo pague, porque nosotros quizás nunca sabremos hacerlo.