Fue una herida de muerte por una estocada tendida. Con la espada de las palabras justas, el padre Aurioles lo dijo todo al darse la vuelta y mostrar al Crucificado: «Ahí lo tenéis. En la humildad de su Cruz está la humildad del pesebre». La Verdad de cada Cuaresma habita entre nosotros y se eleva en el palosanto de un bosque fundido de cera color tiniebla. Del pesebre a la cruz, Jesucristo se humilla hasta la muerte. «No abre la boca», dice Isaías, y acepta ser entregado por el Padre en manos de los pecadores permitiendo que la maldad, como también relata Mateo, determine en todo su suerte.

Ahí, «en la lengua sanguinolenta y en el vientre tan hundido que le toca la espalda», describe Santa Brígida de Suecia, reside la certeza con la que estos días se da de bruces la Hermandad de las Penas. Una lección valiosísima que va más allá del tratado estético, de la inapelable pericia del imaginero al reeditar el Laooconte sagrado que ya ensayara magistralmente Juan de Mesa en el XVII. El Cristo de Buiza es una herida de carnes abiertas, un «pathos» del Dolor, pero en su hermosa contradicción, es también una cátedra de dignidad y serenidad en el abatimiento, un templo santo, un Salvador que nos guía, todo cuanto desde su Verdad encarnada se impone frente al relativismo y la podredumbre moral.

Lo habéis ido a buscar muchas veces, nos hemos puesto su Nombre en los labios, rezándole y hasta llevándole sobre nuestros hombros. Pero no hay que engañarse: colgado de su Cruz, «desarmado leño de vela y remo», como escribiera Fray Luis de León, el Cristo de la Agonía es la huella indeleble de la derrota que anuncia en su Quinario. Es el rostro de la infamia, del oprobio más insoportable porque olvidamos contemplarlo con el alma, penetrando en el interminable caudal de sus ojos, recabando ese Amor rebosante que deja atrás la soberbia y la maledicencia. Sus manos amoratadas y sus pies enclavados son el anverso, la cara traslúcida de una evidencia incuestionable que no admite confabulaciones, la certidumbre de Quien nunca dejó de regocijarse en la Verdad, porque conoció el Amor, porque lo repartió como dijo San Pablo a los Corintios, disculpándolo todo, esperándolo todo, sin dejar de creer.

Las hermandades, a veces, caminan por el envés, por una senda sombría salpicada de vanidad y autocomplacencia, y nos convertimos en un oxímoron, en cofradías horriblemente hermosas, preciosamente mediocres, que moribundean en la cegadora incoherencia de perseguir sin límite la augusta hermosura de sus formas descuidando por completo su médula, su axiomática y legítima razón de ser. Por eso, las palabras del celebrante también nos recordaron aquellas otras de Francisco cuando se dirigió a la comunidad universitaria del Salvador en Argentina. Jesús en el pesebre y en la Cruz nos evoca la imagen de dos actitudes humanas que son también divinas: humildad y servicio; sin ellas «ninguna familia y ninguna institución puede crecer y realizarse».

La sentencia del cura tronó como un cañonazo: «Ahí lo tenéis». Y el acero se hundió «hasta la bola». Tras el cárdeno pigmento de la policromía. Tras la idólatra visión en las calles con claveles, cornetas y tambores. Tras todo eso hallaremos el susurro del Hombre que te habla al corazón y descifraremos el Poder de la Cruz que, además de martirio, es símbolo de la Justicia de Dios porque, a través del Hijo, el Padre nos devuelve al camino de la verdad y el bien.

No es ripio, es convencimiento. Cuando llegue lo que es perfecto, dice San Pablo, cuando lleguemos a verlo no con los ojos sino con el corazón, cesará lo que es imperfecto. Y está ahí, tan cerca pero a su vez tan lejos. Porque es Ese mismo a quien rezáis, el Cristo de la Agonía. La Verdad del Amor de Dios.