Escribes encogido por el tiempo que te ahoga. Has visto cómo la Cuaresma se desliza entre tus dedos y no puedes atraparla. En un abrir y cerrar de ojos has puesto tus pies en el rodillo de las Vísperas. Después de cuatro artículos, que son los pulsos que han marcado cada semana de este tiempo macizo de la espera, llevas el alma sobrecogida por la tesitura de afrontar un nuevo folio en blanco mientras sucede que no es que llegue, es que está, que no está por venir algo, sino que ya ha llegado.

Primero piensas en escribir sobre la luz etérea del Domingo de Ramos, en la sombra de Cristo Rey recortando las tapias del Gaona. Sería lo obvio, es la primera imagen que asalta tu impaciencia. Pero también piensas en las últimas: en el luto del Yacente, la negra soledad de la Virgen o, incluso, en la alegría postrera de la Pascua junto al Cristo de Capuz. Es entonces cuando dejas que la mirada vaya más allá para tomar por entero esa semana. Tu Semana. Y te preguntas: ¿En qué Nombre puedes sintetizar todo lo que vas a vivir? Al principio meditas sobre aquellos que cualquiera rotularía en el retrato de los afectos colectivos: Cautivo, Rico, Rocío, Esperanza? Pero lo que tú buscas es la hondura de su sentido teológico más allá de los indudables iconos que, sin duda, colman de contenido esta manifestación de piedad popular.

Y lo ves claro. El fundamento de la Semana Santa descansa sobre un Nombre esculpido en un cuerpo academicista. En Él se encierra el Misterio cenital de la Cristiandad, un arcano por el que ni los teólogos se ponen de acuerdo para calibrar su dimensión exacta. Un dogma que no se reduce a nuestros lenguajes humanos para ser entendido. Al final buscas ahí, en el silencioso jardín de tus adentros, en la semana ya despojada de cornetas y tambores que redoblan estériles en el atronador anuncio de la certeza. Y ahí lo encuentras, como Ruiz Montes en el cartel, elevándose en tu memoria de incienso la muerte esbelta en la Cruz, haz y envés de la Pasión, porque por Él pasa todo, porque sin Él nada tiene sentido. Y quieres gritarlo bien alto porque nadie ha de tener temor por proclamar la Verdad que sólo tiene por Nombre una palabra: Redención.

Es este un pueblo que prepara con celo la suprema liturgia de Dios Hombre, la multiplicidad de expresiones que forman este milagro armónico de Dios encarnado en ellas. Es todo un conjunto de músicas, claveles, olores y penitentes, una oda expresiva, un homenaje a la humanización que el Padre realizó en la Tierra. Pero por eso hay que provocar que se aparezca ese fenómeno sobrenatural, alzándose sobre lo material, para estar completamente seguros de que todo ha adquirido sentido.

En pos del Señor, los cofrades seguiremos el claror sembrado de su ejemplo. Eso es la Semana Santa. Pero el abismo de dolor de su Pasión es también un balcón al triunfo porque su Nombre de Dios Crucificado tiene sentido de santificación, de llevarnos a una vida nueva. El hombre no es rescatado sin más sino que se identifica con su Creador que le hizo a imagen y semejanza. En San Juan se venera un Crucificado que no solo es una portentosa imagen naturalista, sino que es el Cristo que media con Dios, al que nos trae para divinizarnos. Miñarro comprendió que esa era su fuerza trascendente, epítome de un mensaje cenital que condiciona nuestra huella cristiana: Jesús muere para darnos el perdón del Padre, pero un perdón que cada cual deberá ganarse con el ejemplo de sus actos. Aplicárselo, como dice San Agustín: «Dios que te creó sin tí, no te salvará sin tí». El Cristo de la Redención es la reválida de fe que cada año nos pone a prueba porque como Cernuda escribió cuando perdió a Federico: para el poeta la muerte es la Victoria. Es así. Siempre.