La naturaleza mediterránea conoce bien lo que es el período cuaresmal. Aquellos cuarenta días previos al equinoccio de primavera son los fundamentales para que el letargo invernal de nuestras plantas sirva de preparación para la explosión de colores y formas de la primavera y de la producción de los frutos estivales. Aunque observemos una quietud, sin embargo el mundo de los vegetales tiene una intensa actividad bajo el suelo, protegido del frío y de las largas noches invernales. Es el momento de las raíces, expandiéndose, absorbiendo y transformando nutrientes para proveer con posterioridad a las partes altas de la suficiente savia que garantice todos los necesarios procesos que vendrán cuando los días sean más largos que las noches y las temperaturas sean lo suficientemente agradables como para tener un buen desarrollo. La cuarentena desde principios de febrero hasta mediados de marzo que viven nuestras plantas es un período trascendental para su devenir.

Los pobladores mediterráneos desde la más remota antigüedad han sido conscientes de este tiempo cuaresmal de la naturaleza, y tras agotar las provisiones otorgadas por el anterior verano y otoño solo quedaba economizar la ingesta de alimentos. Así, el ayuno y abstinencia surgían como una necesidad, pero también como un sistema de depuración, y a la par surgía una forma permanente de innovar con elementos de subsistencias. «No solo de pan vive el hombre» recordaba Mateo (4,4) en el tiempo de Cuaresma. Nuestra sorprendente imaginación culinaria de la Cuaresma ha alcanzado hoy los niveles de la más exquisita gastronomía. Targaninas, cardos, espárragos, espinacas y otras plantas de nuestra tierra, que no son más que jugosos brotes, cocinados tradicionalmente con fórmulas esmeradas, son hoy manjares de las mejores cartas.

Posiblemente estos apuntes no ayuden a entender mejor el origen de la Cuaresma cristiana, que se remonta al siglo II, momento en el que la Iglesia estableció un periodo de preparación para la Pascua, observando algunos días de ayuno. En principio su duración era de una semana. Posteriormente pasó a tres semanas, en las que se leía el evangelio de San Juan, hasta que finalmente su duración se estableció en cuarenta días en los que había que practicar el ayuno y la oración, como hizo Cristo en el desierto.

En realidad, la Cuaresma actual tiene una duración de cuarenta y cuatro días, ya que comienza el Miércoles de Ceniza y finaliza el Jueves Santo. Hagamos un sencillo cálculo: de esos días, cuarenta deben ser de ayuno, abstinencia, oración y limosna. Si descontamos los seis domingos (cinco de Cuaresma y uno de Pasión del Señor o Domingo de Ramos) y añadimos los ayunos del Viernes y Sábado Santo, el resultado es cuarenta. Este número encuentra un parecido simbólico en otras expresiones de la vida de Israel, como los cuarenta días del diluvio, los cuarenta días y cuarenta noches de Moisés en el Sinaí, los cuarenta días de Elías camino del monte Horeb o los cuarenta años del pueblo de Israel en el desierto hacia la tierra prometida.

Desde el siglo IV hasta el siglo VIII, la Cuaresma cobra una especial trascendencia en Roma, como periodo de conversión y de preparación de los catecúmenos. Aunque perdió importancia en relación a la preparación de los catecúmenos, se mantuvo como tiempo litúrgico que se ha ido configurando hasta llegar a nuestros días, como un signo sagrado, tiempo de conversión, de gracia y camino espiritual para los cristianos. Según J. Castellano, la Cuaresma se puede ver desde una perspectiva cristológica, en la que Cristo es protagonista, modelo y maestro. Junto a esta reflexión, la Iglesia recomienda a los fieles que sigan la trilogía de los Padres de la Iglesia, como expresión característica de la conversión cristiana: limosna, oración y ayuno.

Inicio de la Cuaresma floral

El inicio de la Cuaresma floral lo marca la floración de los almendros. Las espectaculares cuajadas de pétalos blancos, que confieren apariencia nevada a nuestros montes más cercanos, es el prólogo de cuanto acontecerá. La flor del almendro surge tras un complejo proceso interno en donde unos sensores biológicos combinan horas de oscuridad y de calor suficiente para brotar en el justo momento en que los primeros polinizadores empezarán a pulular en torno a ellas. Los sensores son de una gran precisión detectando aquellas inclemencias sobrevenidas y reaccionando debidamente, como bien lo observó en este símil de una de sus Coplas el poeta de Macharaviaya Salvador Rueda: «Como el almendro florido has de ser con los rigores, si un rudo golpe recibes suelta una lluvia de flores». El resultado en condiciones normales a la postre será la almendra, que deberá estar lista y madura para justo ese trascendente momento equinoccial. Así con su desprendimiento avalará que tras la primavera lluviosa y el caluroso verano surjan los nuevos vástagos que garanticen la continuidad de la progenie.

Este hecho era bien conocido en la antigüedad, hasta tal punto que a sabiendas de que durante la Cuaresma no se debía beber leche de animal, sustituían la misma por el jugo de las almendras. Así, esta leche les proveía de la energía y vitaminas suficientes durante la etapa de abstinencia. Pero nuestro clima mediterráneo es tan caprichoso que, como bien sabemos, no todos los años tienen el mismo comportamiento, más aún cuando una vez instaurado el final de la cuaresma eclesiástica, coincidiendo con el primer Viernes Santo, algunos años se requerían aquellos frutos antes de su maduración. El fruto de la recolección se denomina entonces almendruco, amargo como el laetrilo que de algunos se obtiene. Había que ingeniar un truco, el truco del almendruco, que no era más que añadir miel a la leche amarga de almendra de las cuaresmas tempranas. Y así fue como se originó tan popular adagio.

La Flor de Cuaresma o Rosa de Cuaresma son las peonías que adornan los bosques, muy usadas por las cofradías para sus tronos.

Cuaresma en flor

Es de una portentosa curiosidad como dos de nuestras plantas son conocidas como flores de Cuaresma. Así en nuestro litoral ha sido conocida como Flor de Cuaresma a esas matas del género Limonium propias de playas, roquedos marinos y saladares con flores apergaminadas y de colores morado y blanco crema. El nombre popular, como siempre no es baladí, ya que florecen en plena Cuaresma. Pero además a esto se le añade un motivo de extraordinaria simbología, y es que tras ser cortadas sus flores no se marchitan, permanecen inalterables, de ahí que se haya ganado también el sobrenombre de siempreviva. Desafortunadamente hoy los ornatos florales de nuestros tronos han prescindido de ellas, pero constituyeron en momentos pasados, con escasos recursos, la base escénica de los titulares de cofradías del Viernes Santo.

En nuestros montes la Flor de Cuaresma o Rosa de Cuaresma se le ha llamado a las peonías que adornan nuestros bosques precisamente a partir de esta época. Fue también un elemento básico en los adornos florales de algunas cofradías de nuestra provincia, dedicándosele, como las otras rosas, a la devoción mariana. Hasta nuestros días se mantiene la costumbre de adornar los pasos de algunas romerías con estas enormes flores, las más grandes de la región mediterránea, pero su cada vez mayor rareza obliga a protegerlas.

Existía una antigua tradición en Málaga y sus pueblos de que los niños recolectaban estas plantas nazarenas en el Jueves Santo, y postraban sus pequeños ramos en los sagrarios, obteniendo con ello la bendición.

Final de la Cuaresma

El final de la Cuaresma nos lo marca en nuestro calendario floral la presencia en nuestros prados de los nazarenos. Estas pequeñas bulbosas del género Muscari presentan unas inflorescencias cónicas de color morado que bien recuerdan el capirote de un penitente. Existía una antigua tradición en Málaga y sus pueblos de que los niños recolectaban estas plantas en el Jueves Santo, y postraban sus pequeños ramos en los sagrarios, obteniendo con ello la bendición.

Pero si en el inconsciente colectivo hay una flor para vincular el final de la cuaresma, esa es la flor de azahar. La ciencia actual nos demuestra que de los cinco sentidos es el del olfato el más poderoso para reconocer un lugar o un momento, de ahí la cada vez mayor importancia que se le presta a los aromas y fragancias. La del azahar estimula tantos sentimientos y pensamientos que suponen el mayor atractivo para vincular ese momento trascendental en la celebración de la semana santa. Azahar, incienso y luna llena entrelazados bañan la ciudad toda, como afirmaba Cernuda, concluyendo «Et in arcadia ego», la mejor imagen de la inclusión en el momento histórico que celebramos durante la semana mayor.

El Papa Francisco porta la Rosa de Oro que la Santa Sede concede a las principales devociones populares o personalidades de la Cristiandad, para reconocer sus méritos y servicios a la Iglesia Católica.

Un apunte final

De los cinco domingos de Cuaresma, el cuarto o Domingo de Laetare (Dominica Laetare) o Domingo de la Alegría, presenta algunas particularidades que son poco conocidas. Este domingo recibe su nombre por el inicio del introito de la misa: Laetare Jesrusalem (Alégrate Jerusalén). Se estableció como un domingo en el que, dentro de la austeridad cuaresmal, nos vamos acercando a la alegría de la Pascua. De ahí que se puede usar el rosa como color litúrgico, como una transición entre el púrpura cuaresmal y el blanco pascual. También se permite el uso de flores en el altar, no permitido durante la Cuaresma. Este domingo fue llamado también Domingo de las Rosas, pues en la antigüedad los cristianos acostumbraban a regalarse rosas en este día. Y es aquí donde surge la Rosa de Oro.

Según algunos autores se trata de una tradición que procede los primeros tiempos del cristianismo, aunque otros los sitúan durante el papado de San León IX, quien la habría instituido en 1049 al autorizar la fundación de un monasterio en Benevento (Italia), con la obligación de sus monjas de ofrecer cada año a la Sede Apostólica, a cambio de las inmunidades y privilegios concedidos a su comunidad, una rosa hecha de oro para ser bendecida en la cuarta domínica de Cuaresma. La primera documentación cierta de la concesión de la rosa de oro data de 1148, cuando el Papa Eugenio III la envió a Alfonso VII el Emperador, rey de Castilla y León. Y así surge en el siglo X la ´Bendición de la Rosa´, ocasión en que el Santo Padre, en el IV Domingo de Cuaresma, iba del Palacio de Letrán a la Basílica Estacional de Santa Cruz de Jerusalén, portando en la mano izquierda una rosa de oro que significaba la alegría por la proximidad de la Pascua. Con la mano derecha, el Papa bendecía a la multitud. Regresando procesionalmente a caballo, el Santo Pontífice veía su montura conducida por el prefecto de Roma y al llegar le obsequiaba con la rosa en reconocimiento por sus actos de respeto y homenaje.

En la actualidad es ésta una altísima distinción que, bajo la forma de esta flor hecha de oro, otorga el Papa a personalidades católicas principales y a santuarios e imágenes de la Cristiandad. En España sólo la ostenta una imagen, la de la Virgen de la Cabeza de Andújar, patrona de la diócesis de Jaén. Benedicto XVI reconoció así, en 2009, la profunda devoción con la que es venerada esta imagen.

Pero el valor de la Rosa de Oro no reside en la cantidad del precioso metal ni en las gemas de las que está adornada, sino en su significado simbólico. Así, el Papa Eugenio III (siglo XII) puso en relación este hecho con la pasión de Cristo: el oro como símbolo de la resurrección y las espinas como símbolo del sufrimiento.