Sonaba Amarguras. La curva de manera magistral. Al tener ganada la calle, con una mecida corta por la cercanía de los balcones, el trono bajó. Salió un segundo para tomar aire. Era su primer año y tocaba bajo el manto. Tras la bocanada de aire fresco, fijó su vista en un balcón. Una familia repleta lo abarrotaba. Macetas pintadas y geranios rompiendo en primavera. Un mosaico envejecido donde se adivinaba el rostro de la Virgen que portaba. Niños vestidos de Domingo de Ramos. Una pareja mayor muy elegante. Ella enseñaba a tirar besitos a los pequeños. Él, más serio, mandaba callar a los más mayores. La campana mandaba volver a caminar. De la mano de la señora elegante, una rosa roja salió con dulzura para posarse en el manto. La hermandad avanzó. Con el paso de los años hizo de aquel momento su momento. Se salía debajo del manto y veía la escena del balcón. Los geranios más frondosos. El mosaico más envejecido, los nietos creciendo y ellos envejeciendo. Algunos años más nietos, otros menos. Más yernos o nueras y menos hijas e hijos. Y siempre de fondo sonando Amarguras. La veteranía hizo que del manto pasase al exterior y le facilitara poder observar el balcón mientras hacia la maniobra. El ventanal decimonónico se abría lentamente. Primero salía la chiquillería. Luego ella con su vestido floreado y su rosa roja en la mano y luego él apoyándose en un bastón y por parecido una hija como muleta. Paraba el trono. Silencio y la rosa volaba majestuosa al manto.

Nunca se preguntó quiénes eran. Ni investigó en guías ni en internet. Aquel balcón en tan hermoso edificio del centro era como una acuarela intemporal de su memoria. Como un remanso de aguas cristalinas donde la ciudad le parecía ciudad y la calma de los 2500 años de historia le susurraban historias de comerciantes lejanos. El incienso creaba la atmosfera sacra de lo enigmático. Algunas veces, durante el año, cuando pasaba por esa calle ni se fijaba en el balcón. Andaba presto a sus asuntos sin nada más que observar. Y allí como siempre en cada primavera. La rosa volvió a describir promesas en vida en su vuelo al manto de la Señora.

El fuerte de amarguras, en una tarde gris, le trajo en vez de emoción un largo escalofrió por la espalda. Sería el sudor y el frío de una Semana Santa temprana de marzo. Algo no andaba bien en su vigésima salida con el trono. El ventanal tardó más de la cuenta en salir. Ella, hermosa en su senectud vestía negro luto. Él no salió. Acompañada de sus nietos e hijos. Con lágrimas en los ojos arrojó la rosa y volvió adentro. Se levantó el trono con campana de duelo. Un silencio tronó en la calle. La comitiva avanzó.

Los años siguieron cayendo cual hojas caducas. Ella siempre enlutada y noble como si se hubiese fundido con el edificio de esquinas curvas malagueñas. Cada año menos nietos. Cada año más sola. Ella y su rosa. En la vigesimonovena estación de penitencia. Peinando ya canas, el balcón no se habría. Temió lo peor. La campana llamaba nerviosa, las hojas de las cristaleras empezaron a abrirse. Francisco llamó al capataz. No levantes. Un momento. Ella apareció temblando, con movimientos lentos y doloridos. Besó la rosa y sin fuerzas la lanzó. No cayó en el manto. Francisco la recogió del suelo y la besó. Miró a la señora a los ojos. Ella le sonreía recuperando esa belleza de la primera vez. Francisco de un certero movimiento, arrojó la rosa a los pies de La Dolorosa. Volvió a mirar a la inquilina del balcón. En esa mirada había amistad y respeto de dos completos desconocidos. El mayordomo llamó, 200 hombres empujaron hacia arriba. No pudo volver la cabeza.

Sonaba Amarguras. La curva de manera magistral. Al tener la calle ganada una mecida corta por la cercanía de los balcones. Alzó la mirada. No había geranios. El mosaico no estaba. Unas toallas prendían sobre las barandillas. Un jaleo ininteligible salía de las gargantas de cinco chicos jóvenes. Bebían cerveza y reían. Otra con un Ipad retrasmitía en redes sociales la procesión. Por último una chica joven se hacía un selfie intentando rozar el palio del trono. Un compañero lo metió en el varal. Francisco estaba como en shock. Hasta que dos calles más arriba vio a su mujer no reaccionó. Cariño he hablado con el capataz, este es mi último año. Por cierto, acércate a la Alameda y tráeme una rosa roja.