El barrio de la Victoria esconde entre las lomas que lo coronan un peculiar cerro llamado Monte Calvario, a espaldas de la Basílica de nuestra Patrona, junto al Seminario Diocesano. Un pequeño oasis espiritual que ha logrado resistir al paso de los siglos, revestida su falda de altos pinos, circundada la ladera por un camino que se eleva hacia la vieja ermita, que domina una de las vistas más espectaculares de Málaga.

Allí, en la capillita de cal blanca, da culto a sus imágenes la cofradía del Monte Calvario, paraje que se convierte cada Viernes Santo en el escenario de una peculiar tradición, probablemente desconocida por muchos malagueños: la subida de cientos de personas rezando las estaciones de la Pasión y Muerte de Cristo. Y es que, a lo largo del camino, se distribuyen las cruces que simbolizan dichos pasajes. En cada una de ellas, van colocándose pequeñas piedras, flores y cantos, cual exvotos naturales, simbolizando las promesas y peticiones por las que cada uno ruega. Esto ocurre desde temprano; con el sol todavía bajo, comienzan a llegar los primeros fieles, a los que siguen varios miles durante toda la mañana. Padres e hijos, matrimonios, jóvenes, ancianos, familias enteras de devotos se mezclan con curiosos y visitantes, uniéndose a la subida que culmina en el interior de la ermita, donde se encuentra la imagen de Cristo Yacente presidiendo la nave principal sobre un catafalco. Allí, todo el que entra se topa con un sobrecogedor ambiente de recogimiento y oración, en la penumbra rota por la luz de unos pocos cirios, envuelto en una fina nube de incienso. Tras dejar su limosna y besar los pies del Señor, con la policromía gastada por tantos labios que a través de los años pidieron ayuda, comienza el camino de regreso, el feliz descenso con el alma tranquila por el voto cumplido.

Hoy, como antaño, Málaga revive este vía crucis popular rodeado de curiosidades, como la de los puestos de limones cascarúos que se instalan por el camino, ofreciendo agua o refresco a los acalorados penitentes. Una costumbre que encierra incontables testimonios y anécdotas, como la de Antonio El Batatero, uno de aquellos fieles sencillos y humildes que hace décadas subía al Calvario, parándose ante cada estación y reflexionando en voz alta, a su manera, llegando a ser seguido por muchos y que, en una ocasión, llegó a decir aquello de «Jesús ha muerto, que Dios le perdone», como relataba con gracia Lola Carrera en uno de sus libros. Siempre fue así. Tras cientos de años, la subida al Gólgota malagueño sigue empapándose de la inocente fe del pueblo.

Antigüedad y tradición

El devenir religioso del Monte Calvario se remonta a finales del siglo XV, tras la toma de la ciudad por los Reyes Católicos. Con la llegada a Málaga de la orden los frailes Mínimos de San Francisco de Paula, se les cedió la Huerta del Acíbar y el Cerro del Humilladero -el Calvario-, donde se levantó la primitiva ermita en 1495, como reza el azulejo que luce hoy sobre la espadaña del templo. A partir de ahí, no tardó en surgir la costumbre de acudir a dicho lugar a hacer oración, relatado ya en las crónicas de los Mínimos del siglo XVI. Pero el hecho más significativo se produjo en el XVII, cuando la capilla quedó al cuidado de la Orden Tercera de los Victorios -como solía llamarse a los Mínimos, dado que fueron ellos los que fraguaron en Málaga la devoción hacia nuestra Patrona, Santa María de la Victoria, que dio nombre a su convento, actualmente Hospital del Doctor Pascual, y patronazgo a la orden en toda España-.

Con la ermita en nuevas manos, en 1656, se fundó la Hermandad del Santo Cristo del Calvario y Vía Crucis, de cuya tradición es continuadora la actual cofradía victoriana, nacida en los setenta del siglo XX. Aquella vieja corporación que, como hoy, hacía estación de penitencia en la Catedral el Viernes Santo, tenía por norma rezar las estaciones todos los viernes del año. Promovida por ellos, la costumbre fue alcanzando una dimensión cada vez mayor; tanto, que en el siglo XVIII se amplió la ermita y se labraron las desaparecidas cruces de piedra que numeraban el vía crucis. Tan solo una se conserva, la primera, junto a la parroquia de San Lázaro; por ello, no resulta extraño que la contigua calle que une la plaza de la Victoria y la falda del monte se llame calle Amargura.

Pasado un tiempo, aquella hermandad de los Mínimos desapareció, no así la arraigada costumbre de subir al Calvario a rezar. Fue entonces cuando la cofradía del Rocío, fundada en el siglo XVIII, retomó el Vía Crucis y lo mantuvo a lo largo de los años, contrastando con las populares oleadas de malagueños que, según cuentan, llegaron a alcanzar en el XIX un ambiente de auténticas romerías; nada que ver con hoy.

Partida y regreso

A las tres de la tarde, una vez cerrados los bastos portones de madera de la ermita, tiene lugar la oración que antecede a la procesión que parte del Monte Calvario hacia el Santuario de la Victoria. Cristo Yacente es descendido, precedido por un sencillo cortejo nazareno, para unirse al resto de la cofradía que se encuentra aguardando en la Basílica. Cientos de personas asisten al último traslado de cuantos tienen lugar en las vísperas o durante la Semana Santa; acompañan al Señor los peregrinos que llegaron a la cima y los curiosos que comienzan su jornada cofradiera desde allí. Una vez en la Victoria, la hermandad al completo se dirige a la Catedral de Málaga para hacer su estación de penitencia y regresar al barrio, al filo de la madrugada del Sábado Santo.

Es entonces cuando se produce otro de los momentos más pintorescos de la jornada. A las dos de la mañana, tiene lugar el regreso de las imágenes de la cofradía, camino de la ermita, emprendiendo la Vía Dolorosa sobre unas sencillas andas, entre unos pocos hermanos y cofrades. Uno de los últimos suspiros de la Semana Mayor, el instante íntimo de volver al Calvario abriéndose paso entre la oscuridad. Todo se consuma en silencio y el monte absorbe los últimos rezos que volverán a renacer, un año después.

@pablomapelli